25.1.11

NAGASAKIPANEMA

No creo en la necesidad de inventar una poesía completamente al margen  del proceso de la naturaleza.
                                                                                              Conde de Lautréamont




Clasificar asuntos como unos mejores, más interesantes que otros, es hablar de ética: hacer estética es ejecutar bien artísticamente cualquier asunto.
                                                                                Macedonio Fernández


La escritura es el arte de descomponer un orden y componer un desorden.

                                                                                Severo Sarduy



 

 

 

 

 

 



 

 

Negación



Ni cruel abril ni ángeles terribles ni pedra alguna nel mezzo del camino ni cantos ni alto azor ni tristes trilces ni ¡zas! de rana sobre viejo estanque ni aullido o kadish o dorado tigre entre hexagonales laberintos ni oda marítima ni transiberiano ni flor del mal o iluminaciones en infierno ni más ni menos médula en mi mito ni cántico en Carmelo ni en ese otro monte un mal dolor ni cementerio hay ni ya marino ni dados abolidos al azar ni haedo o dios pequeño es el poeta ni rejas el lenguaje ni las palabras puentes ni nadie espera bárbaros en Ítaca ni galaxias concretas entre campos ni zen entrando adentro en la espesura ni barca del amor destartalada ni querer verde al verde ni alguna belleza convulsiva ni soledades ni primeros sueños hacia la fijeza del imán ni zaúm ni taoísta mariposa ni canto a mí mismo o general ni subdivisiones prismáticas ni idea ni ya nanas ninguna a la cebolla ni Alicia ni amorosos alacranes ni polvo será ni redondilla ni palabras en libertad ni endecasílabo ni himnos órficos ni bodas entre cielo e infierno ni esperanza o Godot ni muerte sin fin ni bienhechor vedanta para el verso.    

















 

 

 

Malinalli




La garrapata entre el burka y el lóbulo ocular. Si tose metástasis, mas si pestañea la empala el ayatolá. Apenas respira y no transpira para evitar mojar estetoscopios. Le toca el docto el útero. El tremendo sarcoma cervicouterino se asoma hasta en la taquicardia del cucú. La cosen al baobab para aquietarla, o para quitarle el quiste, poco a poco, con el espinazo de bacalao a falta de escalpelo. Expulsa algo por el pezón que nadie -ni el sabueso- identifica. Entonces -a fin de que no mane- le extirpan el seno justo hasta la masa encefálica. Santo remedio, como por arte de magia deja de alabar. Ni Alá ni al Buda. Calladita, idónea ahora, doña Marina o Malinalli llora sin lágrimas ni grima, con una cóncava combustión que sólo se denota en los talones. Catorce galenos sonsacan de su maxilar el ADN para ver si expectora, pero ella contrae el colmillo, chasquea la pleura, apelmaza el genoma, amalgama la dentición por puro instinto. La insultan los insulares (dos, de Santo Domingo): ¡estése quieta ahí! Mas ella lleva desde el imperio yemenita sin moverse. En esas precámbricas parcelas se cultivaba, para los vikingos, amaranto. Mesoamérica toda era un manjar, una ambrosía, univitelinos caviares en tamal, tempura, chapulines, escamoles, cochinita y arándanos de Irlanda. Se islamizó sin darse cuenta, instada por el olor o por los lamas, se fue hincada a la Meca y mereció (vaya paradoja) todo el menosprecio del imán. Ahora es demasiado tarde. Burka en el himen y una blenorragia (gonococo en micción) que llega, sin exagerar, hasta el Mar Rojo. Eso justifica la intervención de los detectives justo cuando escribía “love is good” (en árabe) sobre los azulejos antiderrapantes. La agarraron con la enagua hasta la ingle y el clítoris (tan grande como gárgola, dijeron los testigos presenciales) apuntando -¿con qué intenciones?- a la Alhambra. Un zafarrancho que no se desmancha. Un deshonor que ni la Camorra aguantaría. Además de traidora resultó ser apóstata. El burka y la garrapata (otros hablan de alacrán) no son, ni por asomo, suficientes. Piden garrote vil, ablación con el reborde occidental del abrelatas, cunnilingus eléctrico, traqueotomía hasta el tímpano al fin enchalecando al aleluya. Pero ella bisbisea un rezo entre los borboritmos y los cólicos, entre el pecíolo y la masa gris (pensante) que estalla bajo el mazo del neurocirujano y ese ¡hamácate ahora! que le espeta en sus potestades, expatriándola.     


 




































In crescendo




Le escamotearon el credo cuando ya había zarpado el paquebote y el muy tilingo se lanzó a las aguas infectas de codornices. Lo sacaron con la atarraya pero la peritonitis ya era irreversible y la pérdida del escroto dificultaba el salvataje. Fue sumergido en litio hasta noviembre para ver si así cicatrizaba. La madre ahí, las tías. El jurisprudente. La mellada del 13 con una pancarta que decía “te queremos”. El lecho hospitalario improvisado con helechos, de esos que crecen en los barandales de los yates y que los nativos llaman Malamadre. Soñó, esa noche, con la Guerra del Opio. Supuró por la axila un dorado licor que, al ser catado por el paramédico, sabía a whisky pero -se develó en la autopsia- era té de Nanking. Estuvo un lustro en coma hasta que un 9 de diciembre pidió estilógrafo y papel. Como no había, le prestaron piedras. Entonces golpeó en Morse contra las estalactitas de la cama hasta configurar la Pastoral (aunque omitió el quinto movimiento) arrancando de las enfermeras (en verdad eran groupies) un soprano tremor de infértiles tetitas. ¡Arrópate! -gritó la madre. ¡Cuida el chakra cardíaco! –le sopló el tío al oído mientras el pelafustán se columpiaba. Un Niágara de diesel brotó de la entrepierna cubriendo en Golfo Pérsico a los patos. ¡Pierde peso, imbécil! –pero ya alcanzaba con el talón a Formentera. No se tenía antecedentes de tales gigantismos desde la época de Gulliver. Entretanto, los conservadores y los liberales conciliaban, los bisexuales y los mennonitas firmaban pactos de cooperación, las damas de compañía hacían su agosto entre el relajado ramadán de las trincheras. Desde el Tupolev dejaron caer un alud de nutrientes sobre la Media Luna Fértil a fin de que prosperara la civitas. Pero no prosperó. El anhídrido acabó con las alfalfas, y la hambruna y los desplazados por el timo mayor -desde la aparición del sin sandalias- y las máscaras bactericidas de los israelíes adulteradas en los palcos venecianos. Nada servía, nada podía hacerse contra la irresistible caída de aquello que quedaba de Bizancio. La querella entre la cruz y la creciente luna no se hizo esperar atrayendo aventureros de todas las calañas: bonzos de Byanmar (antigua Burma), acólitos de Burroughs, ex agentes secretos de la Stasi, arzobispos del Istituto per le Opere di Religione (Banco Vaticano), azafatas ninfómanas y un ambulantaje chichimeca que no se veía desde Tenochtitlan. Cuídate de los débiles –le habían dicho en el mediodía de Nietzsche-, pero ahora su acromegálico ser en desbandada era, posiblemente, su gran debilidad. Si tocaba al satélite, seguro que la Tierra se salía de madre, de eje, de razón. Para no crecer más se hizo un ovillo, intentó destejer, contar en grados Celsius hasta 20, amamantar la loba no dejando de Roma ya ni piedra; pero tocaba, torpe, las alarmas, las estrías cardenalicias, la insoslayable araña en tobogán. Hoy es una desdibujada nebulosa -menos que un alga: un gas-, una descomunal y espiralada en credo alzado en púlsar, in crescendo.                                              
















 

 

Trepanación



La trepanación tardó tres días1. Mientras tanto, incesantes los tambores anestesiaban al guerrero en Nazca. El bastón del tlatoani entre la glotis hacía las veces de sedal amortiguando ese indeterminado, molar castañeteo. Las armas dormían: la obsidiana, el bronce vengador, el browning anterior a los balazos, volvían ahora al barro y en la noche una lejana quena exudaba una queja. Abovedadas hembras abanicando con sus vientres el incienso, espesando con menstruales contoneos el hospitalario carbono de la cripta. Un horror sagrado masajeaba el común tendón de los presentes. Cuarenta días después asomó el Sol tras el Chimborazo y la gritería se dejó escuchar hasta en el Chaco. Lo alzaron con poleas y con vítores y -cual andino Lázaro- paseáronlo entre las montoneras de vicuñas. Ahí resplandecía el trepanado. Untado hasta el talón con brea abrasiva extraída del árbol del amate, fue perdiendo pelambre y pecas hasta ganar una lisura muy similar al ébano. Luego pirograbaron, sobre sus glúteos, códices; entre omóplato y omóplato un himno -quizá apócrifo- de Homero; en el fornido tórax Iguazú con espuma hasta la pelvis; Anacaona en hombro; un tigre en la entrepierna del bambú; coralillo anillada en esas ligaduras de Falopio; tsé tsé sobre la tibia y -cambiante ante el digito- un virtual Taj Mahal en la clavícula. Compareció, después, ante el consejo de ancianos para beber la sacra pócima de los inmateriales. Domó el fuego de Heráclito al andar, siete veces seguidas, por las llamas; dejóse morder por áspides y cobras y por el lenguaraz dragón de Komodo; cesó respiración y parpadeo (pasado meridiano) hasta la alta anorexia del miocardio; hibernó en pantanal sin ajolotes; polucionó sobre los aserraderos engendrando una incandescente raza de asteroides; durmió, sin ser lavado, por decenios. Pero la septicemia -más la varicela de los almirantes- no se hizo esperar. Al año de la consagración y ya olvidado por los medios (Evita fue Miss Mundo) se le veía vagar hablando solo entre los señoríos y chinampas. Farbullaba un quiché de raíz quechua que, por tan asonante, remembraba a Novalis. Le preguntaron por su patria y dijo “dos”, por su madre y dijo “siete”, por el destino de su estirpe y entonces orinó con la mirada hacia el poniente. Sólo en la tercera tomografía entendieron que el demente decía la verdad. Señalaba su sien levantando las cejas y cuando ubicaron la craneotomía hubo un júbilo olímpico entre los taxidermistas y radiólogos. Luego del beaujolais llamaron a la calma para auscultar la acústica. Se examinó el cenote hasta con láser pero el zumba-que-zumba ahí no se oía. Le huracanaron una azotaina con los sables para que repitiera la palabra “deber” en alemán, pero por el leporino salía sólo un airoso Der Messias (Händel) que los rústicos godos no entendían. Después de desoído, por orden del virrey lo incineraron y detrás de Bandurria2 dejaron caer el polvo modificando, así, la pampa para siempre.3                     



 












 

Tantra



Copulemos en el crematorio –me dijo. Yo asentí. Ella tenía 16, yo 46. La cópula duró 30 años. Ella era una yoguina experimentada; yo, un inexperto seminarista de la Legión de Cristo. El padre Maciel había hecho de mí un púber sensible a las caricias y a las amputaciones; en los desenfrenos de la Pasión, en la oral oración, en el gozoso martirio de la humildad o acuclillado ante el báculo papal, la tiara manchada en el chijete, el solideo sinuoso a punto de resbalar y anegarse en el mingitorio, el palio zangoloteándose en cada obesa sacudida y chasqueando contra mis imberbes muslos alzados sobre el confesionario. Yo, asentía. La calva del presbítero (séptimo chakra) relucía como una galleta, y tres hirsutos, descoloridos pelos, arraigábanse aún en su coronilla. Un hedor de caries se encostraba en el púlpito haciendo crujir a la caoba. Yo creía que Cristo sufría por mí (lo veía en su ábside, mirándome) y entonces abría de par en par la arteria hemorroidal para que el pecado se lavara con la sacra gelatina apostólica. Recordando esas redenciones, yo asentía. La yoguina descansó el tamborcito1 sobre el eje del mundo y dibujó con vibhuti2 un tibetano mandala en mi glande, hamacando -con sus dedos en mudra- la sideral rotación de mis testículos. Sakti, Sakti –susurré entonces, o grité, o lo pensé mientras mis tumores se incrementaban bajo el ardor de la mano santa.3 Sakti, Sakti –resonaba en la sonaja de mi cráneo en demasía católico, en demérito de una erección espiritual que anegara de ceniza desde el muladhara al Sinaí. Ahí estaba ella, danzando sobre mis costillas, libando polen de invisibles lotos, multiplicando en años luz las kalpas, como una carpa contra la fricción de la cascada. Una chispa, la niña, en esa incandescencia anterior a Mahoma o a los incas. Yo, asentía, atravesado por la fálica filicida que ya horadaba mi glándula pineal, tocando raíces genealógicas más íntimas aún que una endodoncia. Izaba su himen como un hacha sobre mí. Tuve miedo; asentía. Al igual que Harry Haller dejé que me absorbiera -absolviéndome ahí- la dálmata, la nepalí de collar de calaveras, la roedora de húmeros, la danzadora sobre el Caterpillar, aquélla que cargó -más que Ganesha- bosque, jungla, Amazonía en su trompa. Pero ahora lo sé -yo, vienés tímido-, que de aquello que no se puede hablar hay que callar. Callo mi relación, caigo en clausura y escondo, monacal, mi coitus reservatus ante esas generaciones venideras. ¿Qué saben los del iPod sobre eso? ¿Los holgazanes ingenieros de la Mcintosh? ¿Las irlandesas azafatas hot? ¿Lucrecio, sabe algo?4 Basta de blandos Pullman y de magnesia en pócimas al colon. Irritación, mejor, sin emolientes. Sin avena en el poro, crematorio. Porque kama es placer y yo asentí a ser, sobre esa alzada cierva, un duro lingam.









Aladino




Los escondidos, los escurridizos, los asustados por el diazepán, los descendientes de dioses hemipléjicos, los loados por nadie y en nervioso responso arrodillados sobre sus propias heces, estertóreos. Los de la tos y el talco en los sobacos intentando arrecife, intentando, con torpe gallardía, un equilibro sobre el desfiladero de cuchillos, tentando en vano a Dios -que nunca escucha-, al azar -que no existe-, a la Gorgona inflable en silicón. Los que se agacharon cuando cundió Hiroshima, cuando la gran araña de Nazca (¿qué intríngulis traía?) sopló con sorda furia en sus esfínteres inventando el napalm. Los que, en aceleradores de partículas, fueron –como los quarks- indivisibles. ¿Nicolás fue un apóstol? –me preguntó una mujer de cejas grises. No, ni aposentados, ni sedosos; más bien rijosos sin fe, ya sin afeites, barbados hasta el pubis de los bucles,1 iterativos entre las legumbres de su idiocia. No, nada de Invisible Man, ahora, para ellos; nada del dolo disecado en Dolly; nada -nunca- de bendecido (por el cuchillo) escroto en las sinagogas frigoríficas. Mejor, delfines hacia Paracelso; mejor monarcas en bosques michoacanos y de repente Alicia (coneja a su bonsái) en todas partes. Contra natura, ahora, para los mellados; dengue a la férula y a la farra el hueso; pandemia de amistad para la prole y mole, y celebremos. Que salgan del astracán todas las pulgas, todos los bonzos jóvenes o viejos, los de Atacama y de noruego fiordo, los ocultistas topos de ayahuasca, los que ven, en la música, colores y los hermafroditas ajolotes. Desembuchen -pineal- en ese trompo, todo lo que se perdió en Alejandría y en Eldorado alcen, icen -tercos- hermosos pirograbados falansterios. Sólo así se hace ciencia: con el ímpetu. Sólo con apretados solitarios la colmena florece entre los peces y el aire, bien arriba, suda en ese vital vigor de tetas. Vía Láctea y viril; neutrinos a su masa y vaho vacuno (reses serán después en las estrellas) rumiando -gravitando- su destino. No, ni olmecas ni mártires ni Kafka (bueno, sólo díganle a ése) para, por fin, resucitar con Aladino.    




























 

Maintenant



Murió por hipotálamo aunque antes, obturación del tímpano, crustáceos. El acróstico se lo pirograbaron a balazos entre las comisuras y la encía. Decía así: A quien por valiente aquí calló. Asombra tal éxito luego de haber zarpado solo y en un velero por el Golfo. Golpiza le propinaron por perplejo, por Maintenant ahora, por Cravan1. ¿Pero qué en el empeine que lo hacía distinto? Un aroma frutal en la almorrana era, en ese país, signo divino. Macaco ya sin mácula, acataba los vinos en africado lengüetazo náhuatl. Montó una peletería sobre la plataforma continental. Colocatario del manatí, miraba la eslora boreal tiñéndose de pulpo y tintoreras. Crapuloso, bajó el switch del subibaja con los bebés índigos abordo y las abuelas (era en Plaza de Mayo) paralizadas. Se cuestiona (en yiddish) su sinrazón, pero no se señala, ni siquiera al calce, su gran sinceridad. Si abofeteó a la Reina2 fue por algo. Si puso TNT bajo el Pont Neuf y no explotó por culpa del vicario. Si hasta Cocteau lo difamó en TV. “Je ne veux pas me civiliser” –lo dijo y dejó constancia. Ah, qué porqueriza. Vendía sartenes inoxidables a la salida de los liceos, pero, ¿cómo agarró esa enfermedad (vulvitis) si hasta las sandalias cepillaba? Paracetamol para aguafiestas; yo, declamo –y conectó en el loft minimicrófonos, Gps en el perro, cal viva -para que no apestase- en el cadáver. ¡Granuja! –espetó la madre– mas la Border Patrol fue más lejos y lo asesoraron con el lanzallamas. Del ano al asma no quedó ni un pelo. Le incineraron hasta el delantalito de la nutria. “Quelle belle conférence!”exclamó Duchamp– mientras la liga antinarcóticos olfateaba con osos hormigueros sus sobacos. ¿Hoy alguien se acuerda de esas pastorelas? Lo homenajean en Maryland, es cierto, pero con el dedo en el butano, con los niños mirando desde el Hummer, contra toda esperanza de hallar sobrevivientes.

 


Temblores




En esa kundalini izó su patria O’Higgins. Tembló el oro en su fiebre y  en navío negrero sudó el rubio metal hasta antillanas islas donde las carabelas aún temblaban. El mundo, hombre, es un tremor sin César, un vaivén incesante de la raíz al galgo, del cráter a la oreja, de cromosoma a supernova, tiembla. Ah, temblor samurai, temor del santo en su inquietud de santo, tembladeral de piernas sobre Roma, nervioso tintineo del arsénico en copa preparada para el Khan. Buda tembló en su higuera. Ulises tembló en Circe entre los cerdos. Santa Teresa en su celda. Sócrates1 –antes de la extremaunción- se estremeció. Un estrés de estirados tendones en la nuca reconoció, agitada, Ana Bolena2 y al tembloroso de la cruz se encomendó. ¿Quién no tiembla ante el poro, ante la pleura, ante la afasia de la be en el bueno, ante el lobo de mar cazando focas, ante esa cenestesia del quetzal? Tembló Quevedo ante el amor en polvo e, hilando más fino, en su tejemaneje tembló Góngora. Gametos a su imán en fuego alzando un nuevo verso, un raro aminoácido; una brillante bola de billar carambolea en galaxias y el ¡oh! de los astrónomos y el chasquido de ajorcas y si en mi cráneo canta tralalí3 y pégame, sí, mas no me dejes. Qué fecunda demencia anida entre los restos de este todo. ¿Qué epilepsia hace el canto tan hermoso? Una adición de adictos, una audición de sordos, unidos anticuerpos tanteando con sus trompas las genómicas deposiciones de los otros. Déjenme decirles –balbuceó en lo alto de la escalera–, déjenme decirles que –tembló hasta el tuétano–, pero la tremenda ovación, el tembladeral de los aplausos sorpresivos lo zarandeó tanto que creyó tocar –ay, el iluso– aquello que los hombres llaman Gracia. 

  














 

 

 

 

Orígenes




En el origen fui un quark. Mis bracitos eran de materia, mis trencitas de antimateria. En esa época el universo tenía el tamaño de una pelota de béisbol. Nací, sí, en la Era Electrodébil -me enteré por Hawking- mas en principio guardo una preciada incertidumbre. Mis hermanos antiquarks me aniquilaron, como en el Popol Vuh, pero nadé en hirviente mar de plasma anterior al esperma. Entre plasma y esperma, las galaxias. Mis piernas, mis tobillos, se enfriaron; cuanto más me expandía el estirón gravitatorio –giré años luz como una patinadora sobre hielo-, el helio intermuscular de las galaxias me hacía a su vez oval y espiralada, parecida -aseguran- a un Helicobacter pylori, pero me llamo Andrómeda. Si me agito me acaloro. Choco en mí, colisiono. Cuanto más me contraigo más reluzco. Reata aunando estrellas, trisco, traveseo en ese jardín de neutrinos y electrones. Porque energía es mi ángel. Una pequeña porción de dicha energía alcanza a la Tierra –una pequeña porción de dicha, es suficiente. Sirio (en griego) es cruel. Otros le dicen Can –pero ¿cómo o con qué juzgar a una estrella? Todos fuimos ellas. Fabridos en esos yunques relucimos. Pesados unos (tal vez con más carbón que de costumbre), etéreos otros, desatados. Yo, me peino. Así me contraigo y me distraigo en esa nucleosíntesis astral. Soy una mariposa, sí, pero mi faldita no es de obsidiana. Aspiro el éter, aspiro al eterfinifrete1, asciendo haciendo un canto tan sutil que nadie entiende. No soy enana, y aún no me deshago de mi atmósfera como se deshará -algún día- el Sol y la serpiente. Me estiro como tigre –igual que Rojas. Mi destino es supernova: superar en luz a mis iguales y después detonar sin partenaire. Partir al gas, al árbol, a Maitreya, en una elongación de mis pecíolos que hará bailar en su caverna a la tarántula, salir, mirar y preguntarse si esa luz es de Dios o es Maldoror. Hay bestias tan efímeras como las sanguijuelas o los hombres, como aquel saurio rex o la bacteria que produce el chancro. Un arzobispo alemán, Nicolás de Cusa, dijo en 1450 d.C. que las estrellas son soles con sus propios sistemas planetarios y que posiblemente en alguno de ellos pudiera haber vida, pero casi nadie le hizo caso. Al igual que De Cusa, yo me deshago, me desecho, me ablando para endurecer. Soy planta industriosa, soy planeta; soy santa, soy un hongo, soy Sabina; soy un quásar de azahar a la deriva. Sólo si me disgrego, si me aplano -cual pizza girando para adelgazarse- sólo si me extingo no perezco, y “vivo sin vivir en mí” como vivía, en Ávila, Teresa. Qué tesón hay que tener para saber orbitar en la entropía. Desmembrarse está bien, pero con orden. Masa no es -y lo digo porque lo sé- volumen. El caldo condensado sabe más. Ah, si supieran. Pero el único que supo fue Pitágoras; del volumen, y de la esférica música. Después de todo sin detritus no hay galaxia, no hay Urano ni Júpiter que valga. El volumen afecta a la audición, a la atracción del que, succionando, nos seduce. Volviendo al tema: en el origen del comienzo yo fui un quark; ahora, una anémona, un astrogeólogo, un gato en su gameto. Soy sismo en grados Richter y expectoro, soy todas las danzantes parturientas, la que menstrúa arriba de la flor, la que masca la coca entrando al cráter, Coco Chanel, la chica de Ipanema, Nadja en Breton y Bovary en veneno. Vengan a mí los niños, los -como en Hamelin- roedores, los desintegrados por la religión y el opio, los mansos, los bellacos, que venga Napoleón y venga toda Rusia al mismo tiempo. Soy la que Soy -sin tablas y sin ley-: piso, soplo, destruyo, suculenta. Agito la sonaja: el agua arde; silbo y se cimbrea hasta la catarata de la gárgara; sudo, y diluvio; mi clítoris es Everest; mis Himalayas, ubres que aúllan en sus cordilleras; miocardio en alto el águila y serpiente, en lidia y en faena permanente. Fui flúor2 en la fuente y el apócrifo vino de Caná, y el Hijo inmune al himen (“¿Qué quieres conmigo, mujer?”) y la Cuatlicue que devora astros en el fondo sin fondo de su fe. Fui quark, fui fusta sobre el lomerío de los mundos, y un patito (en baquelita) que apretándolo hace cuak! 



































Operativo



¿Elefante o marfil en el Congreso? Se optó por elefante, en miniatura. Entonces se apostaron sobre los más altos edificios con lupas telescópicas, con láser1, con defensiva catapulta quántica, y aguardaron, entre los abrevaderos, el crepúsculo. Pero ni mu de fauna o paquidermo. Un Mercedes -con placas de Nevada- fue visto en la alborada; luego, nada. Ni un mirlo, ni un delfín y ni una mosca. La tropa de elite, de más en más perdía su osadía, su coherente haz de luz se disipaba, sudando en las tanquetas, jugando al Go de día, vasodilatándose con el béisbol  (en iPhone) por la noche. Un raro gel de vidrio envolvía en domo al gran acuario, pero ni una escama se movía. Triquiñuela enemiga -farfulló el comandante- mientras revisaba la caducidad (vence 2022) de los supositorios. Inteligencia artificial aún no había, salvo la del ajolote mantenido en conserva, que se activaría en caso de súbito derrame. Poluciones nocturnas propinaba la sidra. El toqueteo por debajo de los cuarzos no se hizo esperar. Hombres curtidos por las anacondas, por los búfalos, ahora ruborizados ante las estampitas Ukiyo-e (Treinta y seis vistas del Monte Fuji, de Hokusai) ventilando kimonos debajo de paracaídas y cananas. Para no inseminar la concupiscencia la Santa Sede envió a los Niños Cantores, pero los villancicos estresaron a la tropa. Laborterapia y zanjas keynesianas -propuso un senador- y las porristas agitaron sus pompones. Beijing veía, en las Trece Colonias, a un competidor (sobre todo en Taekwondo) tenaz, mas tendencioso. Sin parque y ya sin asma emocional, repatriaron soldados al tejido social. Las bioquímicas armas -tan sólo disuasivas- dormían sueños de gloria no obtenidos. Al fin la realpolitik prosperó derogando esas leyes de sesgo feminista: el no justificado veto al tofu, la implantación mamaria obligatoria, y los tan draconianos aranceles a las más delicadas porcelanas de Tang. 













































Papal



Destrucción por abrasión –comentó el sepulturero. Las niñas del Sacré Coeur, ruborizadas, se rieron ya que entendieron: “por ablación”. Tenían a la momia sobre el comulgatorio, desnuda, la piel adamascada por la edad y esos siglos de ácida islamización. La mitra carcomida hablaba de gorgojos. Una papada picada de viruelas apergaminándose entre la golilla y la mandíbula masticatoria revelaba las causas del deceso. Dos monaguillos calentaron compresas para despegarle los moluscos. Aquello que entonces se vio los dejó atónitos: debajo de la epidermis el granuja guardaba todo el oro robado de las Indias. Eran catorce calorías de láminas preciosas, imperecederas, impolutas. Ni Inocencio Segundo tuvo tanto. Todo Teruel lo supo. El bulímico Papa había guardado su sórdido secreto desde siglos. Pero ahora la glasnot y la NASA, Un cherokee en Manchuria -de la Paramount-, ONGs del mundo tan unidas, Obama más Osama -desde la torre de Dubai- mirando. Hay satélites hoy, hay chips para los presos, hay Brad Pitt hasta en Líbano adoptando nativos camboyanos. Perú pidió la extradición (la momia olía a chicha), la Casa de Moneda pedía juncos para embalsar, de aquél, lo que quedara; Kukulkán pedía plumas, Pizarro pedía plata. Parecía que -en rictus- el Papa revivía. La Iglesia se afanaba en ser hermosa. África, famélica, lucía ahora orgullos de Gran Khan. Como si fuera Lenin pasearon al pellejo por el orbe: en Puebla de los Ángeles tocaron sus costillas y el oro alzó, con arte, capillas del Rosario; en Tucumán, tan sólo su presencia curó el cólera; en Río se hincó el Cristo Redentor; palparon sus pies pútridos en Lima y en plena puna, de pronto, brotó un loto y en India el Dalai Lama tocó escroto; palmearon, en Canarias, sus estrías y en la Rusia ortodoxa rizaron, campesinas, las matrioshkas; hasta Shangai llegó esa zarza ardiente y en Seúl mirra y sándalo y una espontánea congregación de shivaítas lavando pies, cual Pedro, a paraolímpicos. Al fin el mundo en católico manto se reunía. Al fin Mahoma y Lourdes; al fin Amaterasu abraza a la Coatlicue y krishnas y anglicanos anuncian que Cristo y que Copérnico. Nunca se vivió algarabía mayor desde Eleusis. Pero el hombre no aprende y el ansia de sajar cruzó su ceja. Muy pronto el dolo, el latrocinio ateo, Lady Macbeth ahí, los disidentes, aquellos que repiten niet ante el milagro, la sospechosa ramera de Samaria, un grupúsculo activo de islandeses que adoran al dios Thor erosionaron, ay, esa paz ecuánime, echando de un flechazo ya por tierra el magíster papal. Qué pena que eso pase: los enconos, la trotskista revancha rosacruz arrasando con Bach, con todo Ontario. Barbaridades vándalas que vuelven a enquistar sacristías. Otro Caín te espera hermano tordo, otra -sin Rivotril- traqueotomía. Otra vez felaciones, Utamaro.                      

































Circus


No es negra. Tampoco noruega. Aunque se pasee sobre la cuerda con pies de Pavlova, no es ni loba, ni boa, ni aletea. La rea ulula un salmo. Se ata el borceguí a punto de caerse en ese mohín de duquesita, pero corrige el aductor a tiempo y el público hace ¡oh! sudando en su butaca. Le alcanzan la tetera en pleno hervor y ella se sirve el de las cinco con garbo y gran meñique. Si la viera Wenders haría una película –piensa el de los lentes ahumados, gerente de una estética canina. La música es de Vangelis, pero a los niños les tiene sin cuidado. La parte del conejo -para muchos- fue la más aplaudida, cuando salta de la tacita al parque acuático y afianza en la muleta pata coja, aún entablillada, en un grito (playback) como de ninja. Ella dibuja un eneagrama con el índice en el aire, parecido a la roseta en Notre Dame. Entonces cunde eclipse (el público hace ¡oh!) inundando la carpa geodésica. Una sombra se extiende desde Sortie hasta Exit y ampara (¿o desampara?) a los presentes. Algunos recitan el Soneto en X de Mallarmé, entrechocando dientes; otros palpan telones en la vana procura de la huída. Pero no se trataba de asustar de manera permanente, sino intermitente, a los intestados. Cierta dosis de miedo despabila a cardíacos, ayuda a secretar serotonina, dopa -un poco- al violento y al bucólico agita en su araucaria. Sólo se tranquilizaron cuando Lennon pidió paz (con el megáfono) detrás de bambalinas. La embajada de Rusia entonces cerró el gas y volvió Karenina hacia su Tolstoi, y cada Tupolev hasta el hangar. La trapecista retomó su reiki pero nada fue igual. Hasta los de la tercera edad -que siempre pagan menos- miraban con resquemor el espectáculo. No se sabía si era arte -y por eso el hastío- o si era servicio militar, y después vendría honoris causa y lectorado en Manchester. Más valdría esperar, pensaba al unísono el montón. Remos, sobran –garabateó el balserito de Cienfuegos sobre la destartalada butaca, pero ahí nadie entendía su dialecto. Entonces raspó Merde con la uña sobre el falso terciopelo bermellón. No, no era negra. Tal vez japonesa. O turca. Pero a nadie le importaba de dónde y menos a qué se dedicaba. La miraban subir con su tutú y su tatuaje de greenpeace en el omóplato (¿iba a hacer en lo alto malabar o pípí?) y bostezando -ya bien babiecas- se les caía el cántaro sobre la colección de porcelanas. Después de todo, el circo, hacia muchos sexenios que era un asco. Ni por conmiseración les convencía. Al Jazeera es mejor –decía la niña pelirroja, hija de emigrantes libaneses. ¡Que salgan los leones! –vociferaba el pelafustán de La Coruña. Ni los payasos sirven para nada –susurraba anorgásmica, con ácida sonrisa, la madame Recamier pintada por Magritte. Así comienzan -por el talón ilíaco- los cruentos levantamientos y guerrillas. Y ni la fe es eterna -como acotan los Teólogos de la Liberación- y menos la eternidad es mero circo. Maromeros, absténganse –habían escrito (con rimel) sobre el manto de Nuestra Señora del Rosario. Ese fue el detonante: meterse con la Virgen y su himen (en ausencia de Hijo, de José) alebrestó a cristeros y hasta los socialistas de Sorel santiguaron -entrando en la refriega- sus fusiles. Acabó la turné con un sangrado vaginal desde el trapecio que casi mancha el palco de los observadores internacionales (Kofi Annan ahí) y de la trouppe completa de la Rai.
          















Lluvia



En castellano se dice así: lluvia. En catalán, tal vez. En árabe orejera para escuchar sobre mojado. Chipichipi es contrario a chaparrón. Chubasco viene de chuva en portugués. Llueve, se dice dos veces; por plurales las gotitas y plural, si lo hay, el ventisquero. Azaleas (del griego áxaléos, seco, árido) y azoteas se empapan por igual pero las primeras dejan, las segundas, no dejan. La resistencia es de los materiales. La gota, la azalea, la azotea, es de los materiales. El pájaro que no surca, el sauce que no surca, el saúco tampoco. Un herbívoro volátil como la mariquita, llamada por algunos san Antonio, se alimenta -sin embargo- de pulgones; en ese sentido, se parece al jaguar americano. El jaguar se deja acariciar, la mariquita no. Nada es como aparece en las fotografías, me decía mi madre. Sí, nada es como parece. Mi madre no había leído nunca a Heráclito, pero veía llover, leía la mariquita en el jaguar, la azalea en la azotea, el sauce en el pájaro, el chaparrón en el chipichipi. Era berebere. Turca, por parte de padre. Decía lluvia (en castellano se dice así) y asumía la forma de la flor, de la resistencia de la flor, mi madre. La forma deja (está hecha para florecer), la flor entonces asumía la forma de mi madre y era ella sin dejar de ser berebere ni la flor. La flor era turca. Cuando llovía -chipichipi- lloraba como un jaguar sobre un sauce y buscaba con el pico -pájaro al fin, mi madre- a los pulgones. Ardía, debajo de la lluvia. Asoleada por el agua como una azalea en su balcón (en castellano se dice azalea), salía a reptar, a repercutir como si fuera una gotita, a sacudir sus élitros anaranjados con siete puntitos negros. Cochinilla, le decían, pero se alimentaba sanamente. Era herbívora, aunque mamífera. Tenía un  balcón en su casa y salía, a veces, para ver llover (en griego no sé como se dice), para ver llover y para llorar; áxaléos, seca y árida la pobre porque nada es como aparece en las fotografías, nada es como Heráclito, como el ventisquero de ese loco de Éfeso, nada parece acariciar mi madre mientras la lluvia no cesa y la resistencia no cesa y la azalea estalla en el balcón herbívoro derrumbándose estrepitoso sobre el pulgón -jaguar anaranjado que ahora vuela-, sobre el pecoso san Antonio turco, carnívoro, estercolero -digámoslo de una vez-, sobre el adiposo catalán que nunca surca, que deja (no para florecer) árido sauce, seco saúco bajo los materiales del chubasco, bajo los asoleados élitros del berebere pájaro, porque ni madre ni nada (áxaléos) es como aparece.   

 


 

 

























 

 

Yak



Coleóptero en la habitación. Atraviesa ventanas, el nácar de las sábanas, el desprendimiento de la infusión (jazmín), las analectas del Larousse abierto en su boreal quietud. Paralelepípedo el coleóptero. Entró por error (como siempre que se entra, se yerra) y se acomodó en la cama del condenado, en el vinilo del laúd del condenado, en su cajita encefálica. Pobre coleóptero (no es cocuyo, no es codorniz), tal vez sea abejorro o sea rebaño; legión, sin duda, es. Tiene piezas bucales masticatorias como el cocodrilo. He intentado regresarlo a su Mississippi de aire afuera, regresarlo a la placenta de su helio, al lanudo dálmata del nanosegundo prestidigitado en su desorbitada retina ocular (me mira el coleóptero). Quiere pero no puede, como Napoleón entre los abedules de Stalingrado; como Jackson Pollock contra el electroshock de la migraña; como Guillermo Tell estirando el prepucio de la manzana hasta que la flecha regresara a su arco y todos los mandriles aplaudieran; como la curiosa mujer de Lot. No hay más que verlo: coleóptero. Olfatearle el epigastrio entre tanta chatarra de nutrientes de dudosa procedencia (los elefantes son omnívoros) y de comatosa consecuencia. Delira el coleóptero en su anillo de añil. Se sofoca, se ofusca. Busca la puerta estrecha, el himen del vidrio, la destartalada amazonía de sus ancestros que ayer nomás sobrevolaban la alhajada anaconda y la salivación del yaguareté. Pero Atacama crece y el coleóptero (ya es hora de ponerle un nombre, decirle Yak) se petrifica en su Tíbet, en su rumiante pelambrera cárnica, en su condición de bovino expuesto in vitro a la malsana curiosidad de los infantes (le tiran cacahuates hasta luxarle la fosa nasal). No hay compasión por los vencidos. Los vencejos lo miran y alardean de una libertad que no merecen. El Yak, tranquilo en sus 5 000 metros sobre el mar, hace como que no ve, se hace el sordo, se ensimisma más en su peludo regodeo rollizo y piensa en otra cosa: en el Gran Timonel o en las morosas danzas de las morsas antes del gran apareo primaveral. Se distrae, así, a la manera del zurito, pero el Yak nunca canta. Se olvida de que el vidrio, de que la escafandra abrasiva, de que el dengue. Desde que la vida no vale nada, qué más da (piensa cabizbajo) el Antártico o el Ártico, la de Lourdes o la del Carmen; qué más da Mahoma o Montecarlo (rally anual y casino), Ives Saint Laurent o el Líbano (cananeos ahí), Li Bo (de los Tang) o una izba de minarete soñada en el otoño de Bagdad. Pero hunos y vándalos (procedentes, los últimos, de Escandinavia) no lo dejan pensar. No hay fe, coleóptero. No hay cirros sobre el cielo ni algún cumulonimbos que se desplace de Este a Oeste, de la escena especular de Dios a la escena especular de la Ciencia, del tan mítico neandertal al tan suntuoso ADN de Walt Disney. Ah, qué glande, qué épocas, qué intensivo orden detentaba esa orgía de moluscos, de humus, de higuera abierta en néctares de aromas, de pupa presta a marsupial en sal amoniacal acostumbrada, de viva la bacteria y viva, de la vulva, todo el sacro. Eran tiempos mejores los no tiempos infusos, caro Yak, somormujo, mujeril avispón que dentado desciendes y sin ser colibrí saludas con tus alas y salpicas. Nada te vence, regio, o te convence a desdorar el clímax en que adrede ardes desde tu ántrax, desde tu pura fécula y desde el taurino cunnilingus vestal, acromegálico. Excitas hasta el paje con tus élitros y con tus contorsiones de ninfea, niñata metalúrgica. Sabía que eras púber, que eras prófuga rea de Judá, pero no conocía tu androginia de ajorcas, tu faldita aliciente, subtropical, alígera. Tutú de yoga austriaca. Un leve pundonor recubre tus mejillas de Yocasta, mantis negra de Marte, Kali que come sexo y regurgita -en lo alto del trampolín- aminoácidos. Qué coleóptero ése, qué Yak destripador de feligreses en el intrauterino borbollón de las termitas. Qué caterva la mosca. ¿Cuándo entraste con ese tamborileo tan fecundo si nunca se te vio en la creación? ¿Acaso eres galaxia o eres –nerviosa potra- el vuelo que un dios dormido no escuchó? Hasta aquí los comentarios, el resto no se sabe, o no se nombra.        



Quiropráctica



Destartalada la lata del cerebro, el petroglifo de la razón hecho -por los partícipes- pedazos, desmantelado el trocánter con martillo (un martirio que duró 9 milímetros) hasta la lenta elongación del fémur. Parecía que se le pedía demasiado, pero el seseo del indiciado indicaba que sí. Entonces, prosiguieron. Le extirparon la volición del nervio ciático con un helvético navajazo que Gropius (Das Bauhaus) abría avalado.1 Pese a la depilación no amainaba la caspa. La hormona sebácea secretaba una sábila adhesiva, ácida ante el acto de tocar (Claude Debussy), bactericida, insomne. La enfermera asistente (Annouchka) trasegaba la escoria hacia el guante quirúrgico (rubicunda, diabética) cuidando que la jeringa del lavaje no se saliera, por contracción esfinterial, del orificio ex profeso. ¡Un hombre nuevo! –decía, emocionado, el dermatólogo. Pero los demás, sabedores que en ciencia no hay selección natural, guardaban un escéptico silencio. Cuando llegaron, con la broca, a lo más abisal de la laringe (simulaban pelícanos pero en realidad eran zoofitos2) se le subió el rubor a la envalentonada soldadera. Lo que ahí se vio no tenía antecedentes en los anales médicos. Provenía, seguro, del cretáceo esa sazón sanguínea, esa atávica polución de la polenta (¿aminoácidos? –dejó escapar con timidez el aún no graduado anestesista) que semejaba un Little Bang, una forunculosis en colapso, un dialectal progrom intraducible. La alarma dijo orange con insistencia, pero los prelados, afásicos por lo descomunal de las arritmias, no despegaban los ojos de ese gel coloidal, de ese bullente caldo acromegálico. Si seguían, estáticos, las circunvoluciones del soluto, arriesgarían en vértigos caídas, atragantada otitis y, probablemente, la precoz inminencia del fibroma. Desistieron. Fue, por prudencia (no indagar en lo ignoto), lo mejor. Cosieron con quirúrgica devoción al espantajo y -de glande a glotis- lo devolvieron a su blanda precondición de golem, de viruela, de ex jesuita; firmando, unánimes y al calce, la vasta intervención.     

 

 











































Patrimonio



Por más que zarandees a la vicuña nunca caerán de su pelambre higos –decía el Hombre, mientras apretaba la cincha al redomón. Ni qué decir de azores liberando de yunta a los vocablos –pensó el Recluso para sí. Suenan, como si fueran sílabas los címbalos, pero nadie se espanta, nadie baja -antisísmico- de la torre al caimán, tentaleando trompetas de San Juan. Equivalencia sí, mas siempre de la verdad equidistante. ¿Trompo es laurel? ¿Acaso Titanic es Atlántida? Un fricativo grumo entre los labios estalla como herpes ocluyendo al aceite en sus olivos, al agua en manantial, al cardo en lo espinoso del cardumen. Asoma tras el quetzal la coralillo y no es igual emplumado que escamada, ala y colmillo ni en aymará ni en puma será igual. Mentira el tracto, mentira es el tomógrafo –le espetó el Recluso, mientras el Hombre levantaba la polaina hasta el dintel. Se miraron, acerbos, los arreos, las vastas y estriadas cicatrices, el ombligo del ábaco, entendiéndose así en lo más impenetrable de la tundra. Correccional no es sastrería, no es la farra en Cienfuegos con la virgen del Cobre -dijo uno. Ni óvolo1 es alvéolo, ni nadie es anagrama de su Adán -soltó, de golpe, el otro. Relucían como sables reversibles los ojos, encrespadas tijeras buscando los chamorros, la aquílea tendonitis contrincante. El equino, nervioso, revoleaba los globos oculares zafando de su belfo espesa espuma. Recluso y Hombre en una misma sombra entreverados, interpelándose en sudor, en linfa y en ácimo tabaco patagón. La indiada y los caranchos, desde lejos, aguardaban festines de despojos. El asistente del lexicógrafo recogería después tempestades nacidas de esos vientos. Mientras, un frontón de bayonetas en los seños buscaba la escotilla vulnerable, la falla (en celofán) de ese titanio. Sumergidos hasta la cintura en tales carnestolendas, el destace mutual salpicó hasta Sicilia y encías y vocablos chasqueaban cual anguilas contra eslora. Ni vencedores -susurraron unos- ni vencidos -vociferaron otros- desde los taludes del estadio. Los tarsos y retazos del Hombre y del Recluso adoban hoy (se salvó el caballo de milagro) indiferenciados infusorios.             








































Yunque



Puede ser cancerígeno si se mira de frente –dijo el dermatólogo señalando el lugar del meteorito. Hamacándose en cuclillas, descreída, silenciosa le oía la peonada. Catorce dedos en la garganta de la niña sacaron al cazón ahí atorado. Todavía movía (buscando el Sol) las branquias, reviraba en desparpajo el ojo sin estuche y parecía un caballo pero era áspero pez, peligroso si lo dejaban suelto como esos perros cimarrones. La niña se salvó por hija del patrón y porque la traqueotomía le llegó hasta más abajo del esófago (el hiato de la hernia obscenamente expuesto chapaleaba ante el mundo, rojinegro). ¡Pónganle el tanque de oxigeno! –gritó la matrona-; ¡pónganle el oxígeno, carajo! –se oyó desde la umbría placenta del caserón el vozarrón del padre. Entonces los peones -siempre remilgosos- corrieron al corral, al ático, a la clausurada droguería de la finca, y se conectó catéter directo a los alvéolos, al divertículo del bronquio, a la cara hecha añicos contra la carpeta asfáltica. Se había venido abajo desde el duodécimo, en un descuido, limpiándose los brackets con la muselina de la sudadera. Si hubiera caído en la porqueriza poco le habría pasado, pero la sudestada la levantó como a una monja y el remolino la dejó caer en plena carretera Panamericana. Hasta de Ávila -dicen- se vio cómo voló. Entonces, agachándose sobre los despojos, el dermatólogo le tomó el pulso, pero no se escuchaba más que un tintineo de vodka sobre el hielo. Tomó lo que quedaba del talón, intacto, y lo frotó con Brasso, dos, tres veces -enérgico-, hasta cuatro. A la quinta (primeros acordes) se incorporó el ex cuerpo y musitó un número; una novena (pidió entre dientes) mientras la prensa se arremolinaba en los invernaderos. Al padre no le convenía que la hija fuera, de golpe y por porrazo, ahora noticia. Hombre de talero y tradiciones, amante de reservados (hot milk) y de potrancas, proveedor de niños cantores para el arzobispo Joseph Ratzinger. ¿Cómo acunar defectos? ¿Cómo justificar (in illo tempore) el incesto? ¿Comer fuera de hora no es pecado? Pero igual se la comió. Sazonó el filial muslo, amostazó con óleo de oliva Signora Titta1 (peperoncino, cipolla, aglio e foglia de alloro nell’acqua per il condimento) y almorzose de cuajo medio páncreas. Ni Cronos, ese día, comió tanto. Ni una estría dejó. La epidermis de la moza con almendras y nuez sabía a sacramento. El ojo en gel de esperma, la osteoporosis en el costillar flotante (le royó hasta el cartílago), chimichurri en achura y la fabada ahumada en fenotipo. Sobró nomás un poco de liquen sinovial que alimentó a nocturnas zarigüeyas. La hacienda, el cafetal, siguieron (Import/Export) su destino. Pero, ¿qué es lo que cruza, como un meteorito, cada noche, desde los altos riscos hasta el mar? ¿Quién preda, sin ser visto, sembradíos? ¿Quién nos golpea la cabeza con invisible martillo trastornándolo qué, testando cuáles islas, sobre el yunque?          





               



















Asintomático



Se tragó la escarapela con la punta para abajo. Yo lo veía hacer genuflexiones, hata yoga, ademanes, pero no entendía que el mal era ideológico. A punto de invadir Polonia montaban en La Scala a Exupéry citando con ingenio a Homero Simpson. Yo, báltico por parto, pero aquerenciado en esos trópicos (hoy Paramaribo) miraba suspicaz, escéptico, la dentición de unos, la destitución de algunos otros. El puente trasatlántico unía Copenhague a las Antillas, confraternizando razas nórdicas con kiwi, bravíos bororós y rudos druidas, jacaranda y nogal. Cuando le quemaron los pies con zarza ardiente, ¿quiénes, en ese entonces, lo supieron? ¿Lo supieron los arduos amigos de Pitágoras? ¿Poncio en Jerusalén? ¿Joplin en Woodstock? ¿En Benarés algún Vivekananda? ¿Lo sufrió Jeanne Moreau en sus estigmas de disoluta dama caprichosa? La respuesta es un sí, inquebrantable; un no rotundo a todo lo que duele; una unión que en su diáspora alza un Sión; hunas húmedas (mujeres algo toscas)2 cristianizadas en las catacumbas. Qué cancán. Qué equidistante el mundo. Yo -quiropráctico freelance para la OTAN- amasé una fortuna catalogando fémures chechenios, requisando el yilbab1 a las palestinitas aún impúberes, vendiendo a talibanes mi yogurt. Tentado por la pederastia, fui aprehendido en Damasco con doce lémures ilesos que se asomaron, ay, por la mochila. Yo -ambientalista irredento-, esgrimí en mi defensa la visa diplomática, y luego, cerbatana, y del Vaticano honoris causa, pero nada; la Sharía impuso pena máxima: palidecer al Sol, bajo el ozono. Me salvó una postal de Cisjordania (se aprecia, a la derecha, el Taj Mahal) que el attaché de Hungría deslizó -con qué finas maneras- en las entretelas de mi Armani. Una hermandad carmelita me paseó en andas entre minaretes y mezquitas. Bebimos mezcal de consagrar hasta hora nona bajo esa instiga altiva del imán que sólo se aplacaba ante los doberman. Occidente -después de tanto califa y ablución- impone en su pelambre su razón, su diezmo a Dios y Atenas su cesárea por igual a lampiños y barbados. Crustáceos a su concha, a sus zanahorias los conejos, aminoácidos a Uganda en celofán. Ahora ya no lloro3, viajo en jumbo, admiro -ecoturista- al león marino, al manatí en el zoo de Bielorrusia, al tití de Pará; leo a Lao-Tsé y mastico, macrobiótico, el mijo perla en mantra, lentamente4. Lejos de mí las ansias pederastas, esa predadora septicemia que me llevó desde Epicúreo hasta Fourier, del docto Nagarjuna al Santo Daime, del curry hasta el propóleo. Hoy yazgo en paz, decúbito, sin sarna. Asintomático sí, mas -como no está demás- debajo de los lotos llevo el sable.

          

















 

Ángel



Autistici, decía en la camiseta, pero respondía a un alto coeficiente. Cuando le preguntaron -con los electrodos- por Cartago, garrapateó un “Aníbal” en el cuaderno escolar. Parecía lelo, pero sólo de lado. De frente, más bien, parecía de Sirio. ¿Aptitudes musicales? Algunas. Un poco de Bach, de blues, de Mendelsohn, otro poco de punk, de Kiss, de ambient. Entonces le pusieron Treno, lamentación fúnebre por las víctimas de Hiroshima, de Penderecki, y él dijo que era el Himno a san Daniel (para coro mixto y orquesta). Grave error que le granjeó la desconfianza de todo el Komintern. Comenzaron a verlo con el rabillo del desprecio. Algunos, tosieron descontentos; otros, atesoraron sobre la ceja un tic. Pasaron al terreno moral y ahí nadó cual pez, y hasta salió en la tele abrazando a la jueza. En temas de política, decir que sí es siempre conveniente. Dijo pertenecer a todos los partidos, para evitar enconos. Pero cuando lo acusaron de nihilista, de parásito social, de algo más que un amigo de la novia, entonces perpetró el segundo error: no dijo ni que sí ni que no con la cabeza. Casi se cae -por los patines- y le crecieron, cual moscas, verrugas en la cara. Habló del Número, ay, de la Armonía, como un poseedor de la verdad o un poseso. Y ni lo uno ni lo otro: lo encajonaron por gnóstico en Sing Sing durante 12 años y allí gestó, con la lugarteniente, siete hijos. Luego el juicio de Nuremberg, de Salem, el de Oscar Wide, el juicio de Hussein y el sabio, equitativo, salomónico. Sorteó todo con suerte. Tenía ángel –declaró la madre, cuando le preguntaron qué tenía. Un héroe, dicen unos; un loco, dicen otros. Dejó de ingerir a los 40 y no probó bocado hasta aquel accidente alpino (en pleno calentamiento global) donde practicó, por curiosidad, canibalismo. Probó de la azafata labios menores y túnica adventicia (rica en glucógeno y recomendable en climas gélidos). ¿El resto?, al oso, al galgo, a los derviches. A un pelo del nirvana no iba a ceder a esos escatológicos deseos. En cuanto al frío, en el Soviet fue peor, y en Lhasa la estalactita del badajo le interesó los tímpanos (sordera que aceró su incensado silencio). Ahora, persevera en su ser como Spinoza, pero sin ilusión, sin té, sin marcapasos. Logró que el diástole diste un Everest del sístole. Dibujó algo, en el aire, con el dedo, y dicen que ahí habita. Que canta, a veces, quedo. En suma, no se sabe de él más que por la leyenda o por los diarios (¡prensa vendida al agio!) que auguran que reviene o que lo vieron, o publican apócrifas, áuricas fotografías de un lactante tomadas hace meses en Belén.   



































Martinete



Quemarropa a la nuca por yantar en la fuente. Se le avisó (megáfono) tres veces, pero no soltaba al martinete ni siquiera delante del presbítero. La cuarta parte del ala desplumada, y el ave sazonando la escena con un cocorocó desgañitado en grados Celsius y las patitas quebradizas en un temblor tan impotente que Tiépolo lo habría pintado (ver serie los Capricci) con un mandoble vehemente y veneciano. Pero Tiépolo estaba en Aranjuez en esos tiempos y el tipo no soltaba al martinete, acodado ahí, en la fontana di Trevi, seleccionando cada pluma por su resplandor, por su lapislázuli, por todo lo que no le dieron cuando niño. Abstraído como un entomólogo en las alcantarillas de Yakarta, el energúmeno le soplaba en el pico, lo izaba a contraluz para escuchar sus vértebras, le sonsacaba del buche las piedritas y uno que otro cristal de imitación. Cuando llegaron -por el levante- los bomberos, la hemiplejia era total y, sin embargo, azul, aún se movía. El Sol de agosto barrenaba el lugar y los curiosos, acantonados en los quirúrgicos taludes, hamacaban su ansiedad entre el chimichurri y la champaña. A eso de las 2:30 (hora alemana) llegaron los paracaidistas, los perros de asalto y los suabos atletas de la pértiga, todos distribuidos en riguroso orden napoleónico. Por el poniente un reducido ramillete de krishnas arremetía con una mal entonada tarantela, mientras las pubescentes mallorquinas -en una anual, simbólica ablación- lanzaban páncreas, fetos, lotos humectados en leche de camellos, aguardiente de anís, aovadas hojas de cacao y ámbar, sobre el diafragma de una gran hoguera. A las 2:45 el tipejo impertérrito arrancó la última perla bucal del martinete y la turbamulta de azafatas, de odontólogos, de refugiados mennonitas, de francotiradores a destajo, de taxidermistas psicodependientes, de jueces, de carteros, de minoristas del hachís en cápsulas, y todas las aves del paraíso y los martín pescadores y las harpías de patas poderosas y el karaoke de Malher (Kindertotenlieder), y todo el ¡Oh! ante Goya se detuvo y la detonación a rajatabla -con o sin orificio de salida- se escuchó hasta en la radio y, sin lugar a dudas, por todo el hemisferio cerebral.       












 























 

 

Piedra



La piedra invisible por multicolor que vuela a la velocidad de la luz; la meticulosamente elaborada en Ming, la gramatical piedra de Mitla, la piedra de David y la de Rómulo, la calcárea pedrada pubescente, la piedra que zigzaguea confundiendo al tuerto en su trastienda, la rocallosa que cayó en aerolito con todo el ADN en su vitriolo, la lápida que vuela o monolito, la periódica piedra menstrual, piedra preciosa, ágata o arenisca de Palenque; una fuga de piedras las estrellas, una única piedra el universo en su entropía en ondas disipándose; piedra toda Sixtina y toda gruta y cada palmo de mar es una piedra en loto que respira cataclismo, en sólidos movimientos de segundos, en volcán corcoveado desperezando ese poroso semen que luego en su tezontle fertiliza. Papiro es piedra, iglú, batuques de Namibia; hormiga es piedra en élitros, en asma del ahorcado, en las revelaciones del difunto, en los siete enanitos encontramos más piedras que en todo el Atacama. Hay algas, aminoácidos y hay hombres, hay manchas en el Sol que son de piedra, hay palomas sobre el fakir, fakir sobre la higuera, un hilo de piedra entre los telares de la araña; humus, mucosidad, olores (azafrán) de piedra y cutáneos ardores (aguamala) calizos; sobre la peña, cabras. Bailan reggae las piedras debajo de los algodones radiactivos, bailan un pasodoble sobre la plataforma petrolera y sobre la incrustación del tobogán (valioso jade chino) un tango sufí silban. Son, para Confucio, las criaturas predilectas, los tenores mayores de la jungla, sabias a su manera y sin saberlo, por eso desarrollan las formas más perfectas (caracoladas, áureas). Las hay con singladuras, con pirograbado mastodonte, cóncavas para el agua, afiladas en el filón de la obsidiana, filiformes, dendríticas, delicuescentes otras. O no las hay; como una ola de mar la piedra no es nada sin su todo, no zumba si no hay torno, y si nonata la amamantan, cordillera después. Palco de piedra pido para admirar, en un futuro, el polvo. Un estuchito, entonces, uno de Micronesia, un alhajero isleño de carey para guardar entero el Chimborazo y algún (si cabe) Ural de los eslavos. Virtud es culto a la caliza. Única religión, único hado; unámonos, unísonos, alrededor de la preciosa (Pétra te llamaban los helenos) piedra filosofal, piedra de toque, pómez para pulir el tiempo y sus tributos y aquellos sacrificios sobre la púrpura piedra del escándalo. Esmeralda renal que, intravenosa, atraviesas arenas aluviales, quermesita, antracita, antojadiza piedra del rubí, o aquel ópalo en el galope de su sílice. Todo es cuestión de mirar el mineral y no manosear en demasía. Todo es stones en esta incandescencia de las festividades funerarias. Edad de Piedra, desierto, edades de las piedras; idilio de esos ídolos tan sólidos, tan intratables por alud o por derrumbe. Piedra de la discordia que en una chispa inventaste el fuego, invéntanos mejor en tu silicato mineral, rehazlo todo en tu temazcal de zarza hirviente, petrifica la moxa (mókusa en japonés) sobre los corazones (kokoro idem.) insensibles y sobre los demasiado sensibleros. Haz tu trabajo, piedra, entre lo no visible de la faz. Haz como siempre: excava un hoyo negro y en su centro una supernova en curva de parábola. Y entonces ¡zas! sin duda: un aerolito sobre el zinc, despierta.         

 

 

 
















 

Tacto



¿Tocar la alta tensión con qué pretexto? ¿Con el pretexto de la libido o del boldo? ¿Con el pie en la pantufla o con el glande? El tacto para los ciegos, pero para tocar hay que ser pulpo; ser, sobre el pezón de la peonza, ciempiés, ¿o para qué la cabritilla de los dedos, lo digital del eco, lo sebáceo del roce sobre la membranosa muselina? Músculos, sí, pero los nervios son en la endodoncia molares armisticios de los censos. El gato es digitígrado (por eso no se cae o cuando cae, cae bien), es el acupunturista de los techos, el que del mundo palpa su destreza, su dátil, su ultravioleta fotosíntesis, sumerio y presemita (por algo ese felino sigue ahí). Pero sin ser zahorí, aquel que toca inaugura cierto sazón en las papilas y descubre el durazno, la pampa de su elipse en esa felpa que cede un poco al dígito, que se abre como nuez a la quijada del mandril y a la normanda carcajada de la mocosa campesina. No hay fruto que no hunda su sentido. No hay flor sin humo, incendio o tifoidea. Tocar es holocausto necesario y es sacrificio casto, y es -dirán- una consagración de los sentidos (de Salomón a Proust, del samisén a la zampoña de Stockhausen, de Anna -su piel- a merz), una prima donna que, en invierno, desliza finos dedos en los guantes con febril añoranza  por las negreras naves antillanas. Un toqueteo sobre las tetas de Tiresias no hace de la tragedia ningún Sófocles, pero es mucho mejor que Microsoft. Sin tacto el torpe estruja (las uvas para la zorra han de estar verdes pero al dente estarán para el pinzón). La sintaxis del tacto es aprendizaje permanente, escapa al distraído y a los duros de oído y a los remansados a la fuerza; estopa combustible es para el manco, hipotermia para los friolentos, circuncisión vaginal para la frígida, agua salina para los sedientos, cloroformo episcopal para el flautín del fauno en esa nigromancia de kermesse. No es para la taxidermia necesaria la sintaxis del tacto ni la taquicardia de aquel vate (a Dante aquí insinúa en los infiernos) que cantara mejor. Tacto al cuadril y tacto en cualquier parte (tócame más abajo), taladrando tu dedo tanta taiga hasta más allá de la babucha, hasta palpar en el cetáceo, liquen; en el pelambre, cría; lo vocálico en la muchacha polinesia, la sonaja del sudor sobre la ingle de aquella que en su isla se asolea. Tocar siempre es Cleopatra. Es un agazapado áspid que en ciernes se hace puma y cuanto toca, cual Atila, lo quema. Me atraganta tu tacto -le dice a la perdiz el comensal, amigo de Guillermo de Aquitania. Y en cierto son se entiende que el caníbal comiera por amor. Se entiende que el que palpa regurgita y, como el pingüino, con esa masa ácida alimenta a su cría. Un toque de corriente electrifica y ayuda, un poco, al lóbulo frontal. Toquemos -les propongo- lo que dura (y con mayor razón lo que madura), lo que secreta algo por el poro, lo que si alguno sopla poliniza, lo de animal su hez y su vesícula y si es cerezo el fruto y si es cernícalo, toquémosle con calma por la criba lo albino de su orgullo y pundonor. Y si es mujer u hombre sus tendones, sus salsifí nasal, sus dos testículos, su himen (que Paganini no tocó); de rodillas toquemos sus costillas y de regreso con el dedo el hueso, del sacro, el femoral y el grácil cóccix; una semana o más en el ombligo, una noche completa en un lunar, ungidos de óleo toquemos el oído, la vena cava, hipófisis, embrión; aminoácido toquemos uno a uno, linfa en esperma y sodio en el riñón. Nada que brille opaco no se toca. Un baile en braille el mundo, una vendimia, un bukake en la faz de Christian Dior; una bulímica dádiva los dedos: tacto en el acto actores, acatemos.


 

 


 

 

 

Chocolate



Salmonela en el chocolate reparte Salubridad. Los escolares mueren por montones (8 000 por clase según fuentes bien informadas); en el kinder menos, se sabe sólo de 60, aunque nada es seguro. La leche materna estimula los anticuerpos pero las madres abandonaron el barco (había 4 botes salvavidas) y el seno paterno boya a la intemperie en el manglar. Lo niños menores incendian las escafandras, atemorizan al coatí, apedrean -con una puntería que uno se pregunta desde dónde- a la horda de koalas hambrientos que -aquellos más temerarios- alcanzan a sonsacarles jirones de epidermis de los glúteos o zonas aledañas. Ahora se entiende lo del chocolate. ¿Qué fiebre los empujó a tales alzamientos? ¿Por qué lo del gasoducto? ¿Las asambleas detrás del consistorio justo cuando la filarmónica tocaba? El Estado se defiende, dicen los periódicos del Estado. No es para menos. Ayer, al sexólogo, le amputaron la sexta parte de la córnea, nomás para ver. Hoy lo del trasatlántico y la masiva meada en la pecera. Mañana -si nadie los detiene- puede que lleguen a la centralita nuclear que, desde los últimos incendios, resguarda el triunvirato de hemipléjicos. Si bajan la palanca, tumban la pradera; si la suben, desquician la sintaxis, y si no la suben pero la miran, seguro que la reacción será en cadena. Algo que nadie, en su sano juicio, quiere que suceda. Suceda lo que suceda, lo del chocolate es una medida profiláctica. Se habla -en altas esferas- de metanol, ya sea en cápsulas ya sea en aplicación por cataplasma. La ayuda de UNICEF (Manual Letal del Niño) sigue tardándose y van 14 especies extinguidas (pavo real, tortuga de Galápagos, los jugadores de pelota totonacas, el ñu de barba blanca, la hormiga león, la amanita virosa, el arte hitita, el gorgojo, la garduña, el escarabajo sanjuanero, el baobab, entre otras reliquias invaluables). Hacer algo es mejor, si -como van las cosas- queda algo. ¿Ley marcial? Tan ineficaz como un seminario de semiología. ¿Electroshock? Sería un gasto suntuario, impopular, y hay que pensar en lo mejor para el Partido (PPP en el poder). Tal vez convocar a un congreso, o un concilio, pedirle un concejal al Dalai Lama, asesoría tal vez al mesozoico, tratamiento antiacné a las nietas de Rubinstein, o llamar a Petrobras, a ver qué dice. Nada es en demasía. Se trata de integridad y de intratables, del tejido social y de la medalla de plata en patinaje (Olimpiada, Berlín 1934). O vence la razón o vence Atlas. No seamos ingenuos, camaradas, ni chocolate ni chancletazo al espinazo acabarán con tan meticulosa rebelión. Rasputín, mesmerismo, intravenosa ayuda de los mayas, vudú -una vez al mes- en los aljibes, masoterapia directo al paladar, un silbo en sol al tímpano tras la tirada del tarot, un OM en cada poro con cicuta, un fakir especializado en las papilas, una virtuosa lady Di oboísta, un nuevo paramecio en el estanque que nos cautive hasta la amnesia a todos. Son plataformas para cambiar de siglo, ya sea para arriba o para abajo. Son sinceros deseos de delicias o un placebo asidero en Sobibór. Son -si ya hilamos fino- anacolutos glissando sobre el sedal de la bacteria. (Hay otras formas de explicarlo todo pero, infelizmente, no aparecen.) Hoy urge un can que ladre un nuevo orden y que -con o sin Dios- salve a la Reina. Urge ungirnos, mis lores, de bicarbonato y de paciencia, de loza azul de Ruán y de un look de los Borgia que de alguna manera meta miedo. Ya abajo del mantel los puentes crujen, ya las murallas ceden a los nenes, ya el antidoping activa las alarmas (vuelan los posavasos, el bonsái tambalea), ya todo es llanto y risas y vítores (para disimular) de los vencidos. Ya mañana verán en cada poste el decreto: se prohíbe el cacao en toda la extensión del archipiélago.







Ankara                                 


Festín en la trapa. Al menos eso parece suceder cuando, asomados por el ventanuco, unos párvulos pegan sus narices al grasiento cristal. Se ven siete monjes más un rechoncho abad que frisa los setenta. Los convidados se sientan a la mesa. Las meninas primero, luego, por orden de llegada: el prior, la oveja sacrosanta, Manolete, Isabel de Portugal (hija de Manuel I el Afortunado y nieta de los Reyes Católicos), don Francisco de Jerez (autor de Verdadera relación de la conquista del Perú y provincia de Cuzco, llamada Nueva Castilla), Juan II el Bueno (quien sometió a Carlos el Malo de Navarra), Judit de Baviera (madre de Carlos el Calvo), la familia Köprülü (visires otomanos todos ellos), Pierre Larousse (el lexicógrafo), Alicia de Larrocha (debutó a los 6 años), Lloque Yupanqui (soberano inca y sucesor de Sinchi Roca), Luis II el Tartamudo (hijo de Carlos el Calvo), Federico Barbarroja, Leonor de Aquitania y María la Sanguinaria (cuchicheando), Enrique I el Pajarero y Benazir Bhutto. Al fondo de la composición, entre los encortinados purpurinos, se descubre la silueta de un escultor o tal vez esgrimista, británico o renano, que por lo inacabado de la imagen o el desinterés del escenógrafo, no sabemos qué hace allí. Dos dálmatas doncellas de larga cabellera rastafari sirven, en cuencos de coco, el azafrán. Los trompeteros intervienen con un twist que traza en trampantojo la Rotonda (Palladio, hacia 1566). Asoman, desde la porcelana de un florero, los fuegos de artificio traídos para la ocasión desde el Oriente. Judit -después del tercer vermú- tantea con la zapatilla el sidecar de Manolete. El viejo torero se sonroja al sentirse auscultado y sacude la dentadura en un relincho que inquieta a los presentes. Afuera graniza y los mirones se toquetean las zonas pudorosas hasta la miserable incontinencia. Después del vino el boldo, los biscochos de anís, las nectarinas empapadas en miel de maple y malta aderezadas con crocante ajonjolí. Berlioz no está pero comparten su recuerdo silbando la Sinfonía fantástica entre hipidos y pedos de las aburridas tres meninas. Las campanas llaman a maitines, pero nadie se mueve. Leonor ronca sobre sus propias excrecencias, ebria y aferrada a las barbas de Federico, que babea. El Tartamudo intenta, en balde, una jaculatoria pero le manotean el sombrero y acaba, de mala gana haciendo mutis. Uno de los Köprülü vomita sobre el pelambre de la oveja hasta más allá de las Azores. Isabel se santifica ante la escena pero muestra, para que bien la vea el marqués, su pespunteada enagua. El tocadiscos de Larrocha repite por décima vez La vie en rose y alguien (¿el escultor británico?) desliza de su guante una bolsita con rapé. ¡Qué noche! –no se cansa de repetir en dudoso latín el más que rechoncho, ahora inflado abad (se bebió seis botellas de Calvados y acomete la séptima). ¡Ankara! Gritan estrepitosamente en lo más apartado de la mesa (se alcanza a distinguir a Juan el Bueno, Enrique el Pajarero y, sentada en sus rodillas, la albina rastafari: ¡Ankara! ¡Ankara! Pero Ankara está lejos y el ejercito real está diezmado. Queda apenas Provenza en manos carolingias que (más que presentirse ya se sabe) no tardará en caer. El último festín para la gran estirpe de los Romanov. Qué implacable es la historia, qué pesada es la gloria y qué valiente (ya delira Larousse por el ajenjo) es aquél que ante Dios, con sus amigos, celebra como un triunfo sus derrotas.          

 







 

 

 

 

Pruebas


  
Dejó de funcionar. Algo, seguramente, dejó de funcionar. Pero, por ahora, no hay pruebas. O sí hay pruebas, pero no se ven. ¿El ventilador? El ventilador funciona sólo cuando es necesario. Responde a una programación, o a un estímulo mecánico, o electrónico. Avisa cuando zumba. ¿La cabeza? La cabeza está en su sitio. Continúa en su lugar, al menos por lo que se ve. Los orificios de la cabeza por donde se cuelan la luz y los nutrientes y, un poco, la realidad, eso que llaman brisa, se cuela. La cabeza sigue ahí por ese dolor de la médula en dirección ascendente. Por la punción sobre el lóbulo temporal, constante. Se descarta que la cabeza no esté ahí, en su sitio. El sexo no. No se descarta. ¿Masculino o femenino? ¿O una mezcla de ambos y, tal vez, de algunos otros factores? Pero no se ven. Parece que hay pruebas, pero no se ven. Qué dejó de funcionar y qué funciona aún, no se sabe. Si se oprime por arriba y se jala del lado opuesto, ¿reacciona? No. Al menos por lo que se ve. Pero los ojos no son totalmente confiables en estos casos. Miran lo que quieren, mas no lo que deben. El estrabismo es degenerativo. La pierna. La izquierda primero. ¿Qué tiene? Varicosa. La pierna funciona si la pinchan. Ahí gira sobre sí, se mueve en dirección de las agujas del reloj. Pero el reloj no funciona. La otra no está. Fue amputada desde la ingle hasta el tobillo. Nomás queda el pie, solo, casi completo porque le falta el meñique. El pie, no funciona. O funciona cuando no se lo mira, eso puede suceder. No hay pruebas. La pierna amputada tiene lunares pero no se ven. Tiene, uno, dos, tres, cinco, como treinta y ocho lunares, si descontamos los más chicos, que no se ven. La pierna estuvo en formol, un tiempo, solo para conservar a los lunares. La compró un coleccionista. Un fetichista, obsesionado por los lunares. Tenía más de 30 000 en la casa. En el sótano. En formol. Había clasificado, hasta su muerte, más de la mitad. O la cuarta parte por lo menos. ¿El recto? Atrofiado. No funciona. Dejó de funcionar cuando uno de los esfínteres, o todos, se colapsaron  por un exceso de esfuerzo, o un exceso de laxitud. O una mezcla de ambos y tal vez de algunos otros factores. Dejó de zumbar, el ano. Pero por ahora no hay pruebas de que antes, de que en algún momento, zumbara. El intestino está detenido porque no le queda jugo. La bacteria que había, hace mucho que dejó de funcionar. El intestino, si la bacteria no funciona, se pasma. Como si fuera un ascensor. Se detiene entre el decimocuarto y decimonoveno. Y sí hay pruebas, pero las pruebas no funcionan. Con el páncreas, lo mismo. El útero, si lo hubiere -nada prueba que esté pero nada prueba lo contrario-, no se ve. O se ve pero habría que tener una vista excelente, como de elefante. Mientras tanto, no. Si no se ve, no se sabe si funciona. Pero lo más seguro es que haya sido extirpado. ¿Cuándo? Quién sabe. No hay fechas seguras. Por ejemplo la vena cava. La vena cava, palpando hacia el fondo, no aparece. Está su lugar, pero la vena cava no está en su lugar. ¿La compró un coleccionista? No hay pruebas que la haya comprado un coleccionista, pero tampoco de lo contrario. Un día cualquiera, aparece. Nada es seguro en este mundo. ¿El pulso? Bien. Algo pulsa. Entre las 6 y las 6:45, algo pulsa. Pegando el oído, se oye. Despegándolo, se oye menos, o no se oye nada. Pero siempre queda la garantía de que, o funciona a la perfección y por eso no se oye, o no funciona en lo absoluto, y por eso no se oye. El pulso no es de fiar 100%. El hombro ahora, el derecho. El hombro está luxado, de tal manera que no se ve, o tal vez no está. O cabe creer que esté en otro lado. El esternocleidomastoideo está bien. Se ve rosáceo por dentro y en plenas funciones auditivas, hasta ahora. La mano enferma, quieta. La otra mano también, pero por diferentes razones. Aunque, a veces, tiembla. Parkinson. En sí, lo que no funciona -que no rebasa la mitad del total- no afecta, o no afecta tanto, a lo que sí funciona. Es decir que, entre unas partes -las que funcionan- y otras partes -las que no funcionan- se ha establecido un equilibrio, sino perfecto, al menos neutral, sin abusos, sin jerarquías. Sin, se diría, imposiciones reglamentarias en extremo rígidas. La situación, en suma, está bajo control. Es buena, o regular, lo cual –considerándolo de manera ecuánime- no es mucho, pero tampoco es poco. Aunque pruebas, lo que se dice pruebas. Ninguna.

 

























 

Adviene



Recomienza la noria, la guillotina su vertical periplo sanativo, la palabra su gárrula; el trompo, su quietud. Recomienza la pérdida después de la ganancia, lo itinerante de la tráquea, el caldo en su cultivo. Resurge como por encanto todo el topo, y otra vez las ramas y los túneles y el atrofiado ojo del mamífero en pleno -hasta los codos- lodazal. Retorna el tiritón al afiebrado que ayer –vaya tarea- releía, menos meditativo que dormido, las Elegías completas de Propercio. Retoma el huracán su profilaxis en un suspiro abanicando aldeas, inseminando, letal, un nuevo orden en el abecedario de las cosas, un puzzle zumbador como maraca o camoatí agitándose sobre la ventanita del encéfalo. Revena el gajo, sí, pero la hormiga, el termes, la langosta, los táctiles tentáculos de más de un pulmonado gasterópodo, la mano con pulgar del mono araña, el pesticida sapiens, la marea; todo puede amputar, sacar de cuajo, tirar del hilo hasta que el texto tumbe, achicharrar al Sol, inmiscuirse en esto -sin desazón ninguna- y en aquello. Revena -sea lo que sea que revene- a un alto riesgo y precio, y no está mal (tampoco, siendo estrictos, está bien), no es algo que la serotonina simplifique, ni altere o Rousseau cambie. Rehace el reloj su hora cada día como Cronos comiendo de sus crías. ¿Reafirma algo acaso? ¿Reconfirma? Revuelve, más bien, eso que adviene, eso que en cruz y cara nunca cae, que zumba en el solapado canibalismo del fakir, que aferrase con todos los dedos a la fragua quemándose cual Venus en su gas. Un remanso la guerra y en el lama, un sádico se afana en ser mejor. Regresa mandíbula, le dice. Retoña, pitecántropo, en tu nido. Recréate, Hécate, otra vez, para que nunca falte pitonisa, ni falte -Dios nos libre- Zaratustra, ni ande el mundo sin órbita (cada oso que hiberne a su caverna), ni si niebla y no nieva; un nuevo son con el sonajero del ahogado, un recambio del rito que regresa. Un había una vez que a todos nos mantiene tan despiertos.




























 

 

Familia Salamanca



Sufis, casi nunca. Sin embargo, cantaban tarantelas en el trampolín, equilibrando la tacita de té sobre el meñique mientras el oso repartía claveles con la boca. Actuaban en toda la región pero sobre todo (allí tenían un mecenas cíngaro) al sur de Bucarest. Eran cinco, más el enano, seis. Provenían de los Cárpatos, pero se hacían llamar familia Salamanca. Comediantes, titiriteros, fakires, tragafuegos, malabaristas, músicos, payasos, tramoyistas, escenógrafos, equilibristas, declamadores, ventrílocuos, poetas, domadores; todo lo hacían con poco arte pero mucho esmero. Nómadas, dormían nomás donde caía el día, donde fuera de noche; siempre afuera. A no ser que, por cortesía, tuvieran que aceptar la posada de algún marqués de Praga o duque retirado de Borinquen. En invierno emigraban a las islas (Elephanta sobre todo, en pleno golfo de Bombay). Comían pescado crudo con las manos y orinaban (los hombres) en dirección a la Mezquita. Sin ser católicos, budistas, mahometanos, profesaban un proverbial respeto a lo sagrado. Por ejemplo: en los dientes, las ajorcas; debajo del parietal, los dos luceros (el del crepúsculo antes que el del alba); una única joya en cada índice (salvo el enano manco); como a manera de foulard la piel del áspid anillando perfectamente la clavícula; hacia el talón desnudo de las niñas se deslizaba siempre un jabalí; el Pentateuco en la punta de la lengua, pirograbado a fuego (lento assai) en el hipogloso papilar; el tamborcito bantú, el stradivarius, la colección guaraní de metatarsos, Proust de memoria y, si llovía poco, cánticos al can Xólotl en ramadán. Y después de lo étnico lo escénico (que en este mundo de vivir se trata); montaban a Ibsen y a Godot (¡qué lata!), al Ubú de Jarry en la Melanesia, a Pirandello (¡otra vez!) en Pomerania, a Brecht en el Congreso de Brasilia, a Sófocles (ya sabemos que se casa) y Arrabal y Medea, y arte en video para la Bienal. Sin contrato no hay acto, era la cláusula; ni en Cincinnati ni en Chimalhuacán. Una familia decidida, unida -egresados de Oxford los de atrás-, grandes y fervientes anglicanos, hasta esa tan bizarra (bipolar) conversión radical al judaísmo (pretextando unas dudosas raicillas semíticas dicen que aparecidas detrás del paladar). Pero, qué importan ahora los errores si lo que queda son las alegrías, las caras de los curas y las tías y las damas de honor, embalsamadas; importa el lupanar de la abadía repicando en la aldea en jubileo. Importa del biscocho el amasado y de ese brazo de la moza el músculo, la curva vertebral sobre la harina y las uñas uncidas en la enzima. Importa del neerlandés su chachachá. Acá, la tropa tira hasta matar –comentan los menos desconfiados inquilinos. Acá y allá también -responde por los muñones el enano-, acá y en todas partes.                            




















 

Extranjero



Se le conoce por el sobrenombre, pero no habla una palabra de alemán. Viaja en vagones de tercera, en camastros de tabla, en pequeñas bomboneras de latón (la abuela entonces frisaba apenas quince) arrumbadas desde hace años en el ático. Lo interrogó el prefecto, el heresiarca, el tonto del condado, el capataz de la central eléctrica, la hortelana y sus hijas adoptivas, el sicoanalista del kabuki, pero nada. Llamaron a los sabios más promiscuos (total, la municipalidad es la que paga): Béjart llegó desde Marsella y desde Lima O’Higgins, y Poliakov (el cosmonauta ruso) y, detrás de las cámaras, Caruso. El hombre imberbe mira, mas no parla. Sacude, si lo tocan, la mandíbula (se ve sensible al tacto); le descubren la tuerca justo a la derecha del collar. ¿Acaso tiene un nombre? ¿Aparece por allí una fecha en bengalí, en danés? Garabatos o glifos (algunos dicen que dice vendredi) insensibles a la paleontología y al pudor. Berenice le trae sopa caliente, de algas, o de habas. Inmutable, no chista. Entonces -gracias a la prueba del ultrasonido- captan la serpiente cascabel. Está dormida y anillada en el esófago, aletargada en lenta digestión. Debajo de la escama la paciente acidez del jugo gástrico hace su oficio. Se deshace la res y se deshace el nonato ternero y la pradera que ése nunca habrá de probar, y se deshace al Sol la fotosíntesis y el trigo rubio en cuanto se menea debajo del incipiente colibrí; se deshace Cleopatra y se deshace, sobre el mármol ya en polvo, la Comedia (de Dante güelfo ahora ni palabra); se desmorona el sapo, la migala, el milpiés, la cochinilla de la humedad se desmorona, y en ese desmembrarse de la mantis (santateresa para los descalzos) suda Mahoma y suda Salomón, y más que nadie suda el niño nazareno abriéndose (pero con qué delicadeza) por la mariana vulva su camino. Los galenos indoctos le extirpan el crótalo sin intervención quirúrgica ninguna, sin laxativo y ni siquiera láser. ¿Cómo lo hacen? La aldea entera -habituada a la mujer araña y a otros prodigios de ilusionistas mercachifles- no se lo pregunta. Aceptan al extranjero poco a poco. A pesar de su mudez o su mutismo (puede que sea de herencia, puede que sea de susto) se van encariñando con el bulto. No hay ceremonia oficial donde no sea expuesto en algún rincón de la platea, como un eximio exlibris o como la edición princeps del afamado libro de Saint-Exupéry. Terminará apareciendo en el escudo de armas pero, por el momento, lo dejan revolcarse con los galgos, cernir el azafrán para la cena, destartalar la codorniz. Sólo cuando murió musitó un verbo, o un nombre propio, o proveniente de la madre (los galenos se equivocaron hasta en eso: pusieron “hipotermia”, cuando en realidad lo que lo fulminó fue una descontrolada hipertensión), dijo Rosebud, o dijo Rebeca en hebreo (¿la esposa de Isaac?) o no dijo nada pero sopló y de ahí se desprende la leyenda. Lo cierto es que, por el año 1200 y tantos (¿o por 2200?) el Dalai-Lama lo canonizó. Hoy se lo venera en toda Eurasia y, poco a poco, va ganando acólitos (fanáticos, dicen los incrédulos) en América del Norte, principalmente -parece- en Canadá.   














 

Topógrafos



Topógrafos los dos. Ferdinand en la Antártica, Lucien en el Sahara Occidental. Son jóvenes, fuertes, entusiastas. Ferdinand y Lucien aman las matemáticas, el ajedrez, la mostaza, los grandes perros lanudos (por ejemplo, el alaska), y aman -confraternizándose- a la misma mujer: Gertrudis (renana albina de ojos grises pero con una indolencia tan particular, encantadora). Ferdinand -en la Antártica- la ama por la mañana y hasta la media tarde, Lucien -en el Sahara- la ama por la noche y hasta el alba. Este orden, esta selección natural de los horarios, esta helvética galantería de ambos, ha funcionado así, como un reloj (cucú) durante consecutivos doce años. Topógrafos al fin, saben mensurar las geometrías y las para nada superficiales superficies. Aman sin discusión -Gertrudis agradece- y se entregan con pasión a sus respectivas prospecciones. Nada los une más que ese silencio gélido del sur (Polo) y ese silencio torrencial de la canícula africana (Sahara). Gertrudis, en Ginebra, los espera y hace strudel en el pequeño microondas. Qué ordenado está el mundo, qué perfecta la ligereza de la brisa, qué patos tan peinados en su estanque, qué tranquilizadora solidez en la puntilla almidonada del mantel –pensaba ella después de superado cada azorado período menstrual. Topógrafa, Gertrudis, no lo era; desconocía las ventosidades, los rescoldos, el golpazo contra el lecho coralino, la maza en el prepucio, el prolongado ardor en la partenogénesis (nunca la renana vio un pulgón), la acromegalia o elefantismo (por hiperfuncionamiento de la hipófisis), el vestidito serbio manchado por el sátiro, el jaque mate al rey, los filmes de Antonioni, la muerte por gas, por agua, por caída, el ascensor de Hussein para el cadalso, el falso mea culpa susurrado en los tribunales a la jueza, el hipo, la hipodérmica, los azulejos encefálicos, la placenta de cuajo, el tozudo redondel del escorbuto, el clavecín -en pleno siglo de la Razón- llamando al abordaje. Ni idea de Sansón y su tragedia, de las versiones libertinas de la Cenicienta, del pororó del ninja, de las desigualdades en el coeficiente colectivo, de la propiedad privada y el problema agrario, del parque vehicular y sus florestas, de los quintillizos mongoloides de Angelina Jolie. Gertrudis leía poco. Miraba por la ventana ora hacia el Polo (sur) ora hacia el Sahara, y suspiraba por Lucien y suspiraba -regando ese malvón- por Ferdinand. Releía, de sus amados, viejas cartas, frente al hogar en el invierno cruel, reclinada en la terraza en los tibios veranos de Constanza. Ah, qué brazos, qué piernas, que bello sino de oro en su sonrisa dibujada en bisel. Casta por educación y por destino (salvo habladurías de trastienda) la joven (de perfil bien disimulaba sus cincuenta) languidecía en su paciencia, en su tejido de punto, en su navideño turrón traído a lomos de mula de Navarra. ¿No supo? ¿No se enteró? ¿Quiso y no pudo? Cuando los cascos azules le avisaron que Ferdinand, que Lucien, que la quijada nuevamente contra el cráneo, que la sed insaciable del uno contra el ulcerante tiritar del otro, que si el berebere o el pingüino, que si Abel caía ante Caín. La topografía demostraba, efectivamente, ser una ciencia del accidente necesaria.    














 

Inmueble



Rasguñan debajo del dintel. Taladran. Mueven de un lado para otro los tanques de oxígeno. Luego, el martilleo contra la fiambrera pone en alerta al pájaro pinzón. ¿Quién no estaría alerta con semejante ajetreo entre las tablas? Los amantes reanudan in extremis el coito apoyados los codos sobre la cornisa (él), un glúteo hacia el vacío y el otro sobre el granito rosáceo de la balaustrada (ella). Los doce pisos abajo y el penthouse arriba estimulan la erección pero la posición (del misionero) no es, que se diga, tan original como quisieran.  Mientras tanto, no paran de golpear los albañiles, los fontaneros salpicándolo todo, el ebanista del piano afilando el buril sobre el poliéster, la viejita del octavo regando la única begoña que sobrevivió a la granizada, Thelonius Monk a todo volumen en el departamento de los hermanos palestinos, la parabólica a punto de caer sobre la perrita pequinesa de la señora sorda que vive con su hijo (48 años el inútil) dos o tres pisos más abajo, el telegrafista del abanico que colecciona moscas, la obesa de la pastelería y sus siete gatas operadas, el dentista libidinoso y la mucama que coquetea con el tímido adolescente parapléjico, la pecosa de Córcega que llegó para estudiar canto coral y ahora trabaja en un aserradero, el transexual que quiso ser hermana de la caridad (no fue admitida) y traduce recetarios de cocina, la toronja que se pudre en el vano de una ventana ya que -nadie lo sabe aún- el octogenario polaco lleva una semana rigurosamente muerto sobre su tan raído edredón. Y las ratas, que por las noches no dejan dormir. Y las goteras que traspasan varios pisos hasta empapar la cunita de la familia guaraní. Y el infeccioso palomar. Y el agua, que hay que bombear desde la cisterna de la azotea por culpa de las termitas. Y las frituras (6 a 8 pm) de los griegos que impregnan de un resinoso aroma rancio hasta los azulejos del excusado colectivo. Electricistas, cerrajeros, ingenieros civiles, agentes aduanales, herreros, avicultores, relojeros, hombres que miden muros, mujeres que desenrollan cintas adhesivas, adolescentes que destapan galones de pintura, niños tocando el ukelele por los pasillos y orinándose en los floreros de Delft, perritos caniche volteando los botes de basura y olisqueando los tampax, médicos de cabecera, yonquis que por ahí pasaban, ninfómanas abrasadas por una pulsión incontrolable restregándose contra el pasamanos de la escalera, malabaristas de América Central, contratistas intestados, soldadores no sindicalizados, amigos de la novia, vendedores de abrelatas, mennonitas ofreciendo yogurt, gitanas que leen la mano, anoréxicas, tatuadores a domicilio, ex cantantes de ópera, curiosos, capellanes, paparazzi. El que escribe (siempre hay uno que escribe) sorbe un poco de té y saca la mano para que llueva (afuera hay un sol resplandeciente). Lleva treinta y tres años (el hombre no rebasa los sesenta) escribiendo la misma palabra, llenando cuadernos, agendas, libretas, postales, fólder, hojas de cartulina, kleenex, anuncios de corte de la electricidad (se la cortaron), boletos del metro, revistas ilustradas (sólo en los márgenes), prospectos farmacéuticos, papelería publicitaria, libros. En los últimos tres años ha introducido una variante: escribe la misma palabra sobre objetos tridimensionales (aunque una hoja de papel nunca deje de serlo) como: sartenes, mesas de cocina y de comedor, planchas, sofá-camas, televisores, sillas reclinables, bomboneras, cajas de granola, botellas de aceite de oliva, yesos, vajillas de cerámica, alfombras, botes de basura, teléfonos celulares, mangas de camisa, cortinas de la ducha, azucareras de porcelana o de aluminio, piedras, espejos, pisos, paredes. El departamento del hombre que escribe está en un 60% -a ojo de buen cubero- cubierto de la misma palabra (falta por completar el cielorraso, la sala de baño y la mitad del comedor). De seguir a buen ritmo, calcula concluir en ocho o nueve años y proyecta tomarse unas largas vacaciones en su casa de playa para continuar con la tarea. Sabe -el hombre que escribe- que su destino, como el de todos, es morir, pero con esa dieta tan estricta (tres galletas de jengibre al día) y lo que recibe de jubilación (fue lexicógrafo de oficio en la Biblioteca Municipal) bien puede consagrar los últimos años de su vida a empresa tan inútil y, desde ya, incompleta. No dejará vástagos ni (¿quién lo puede saber?) discípulo ninguno. Dejará una sola palabra (escrita-pintada-esgrafiada-trazada-pegada-colgada-bordada-adosada-laqueada) repetida en el límite de lo humano; una única palabra con sus inabarcables variantes de colores, texturas y enervaciones fisiológicas; única y al fin irreductible a toda representación del universo.      























Santa


Si el bebé nació muerto fue porque la madre no pujaba –dice un refrán esquimal. Pero a su Serenísima ni le inmuta el refranero ni conoce costumbres de pueblos de ultramar (¡creía que los esquimales vivían en Tanzania!), de ahí que condenara a la involuntaria filicida a los peores tormentos: 1) desprendimiento consecutivo de las uñas, primero de los pies, después de ambas manos, 2) aumento gradual, vía hipodérmica, del humor acuoso en la pupila, 3) succión total de la testosterona, 4) depilación por láser, 5) traqueotomía en el tálamo, 6) llantos de bebé y La Marsellesa en microchip al caracol del tímpano, 7) dibujos de Egon Schiele, 8) obsidiana en la sopa, 9) zampoña para que nunca duerma, 10) elongación del pecíolo espinal, 11) ricino recto al útero. La santa, abrasada por el sudor y por las lágrimas, no hacía otra cosa que rezar; razonaba en latín pensando en Séneca, preguntaba a su aya sobre la irrigación del cardamomo, tejía mañanitas -mientras el carcelero no miraba- y alimentaba con almidón a la perdiz (aunque la perdiz hacía un lustro que estaba disecada). Poco a poco -o tal vez por momentos- perdía la razón, o enloquecía. Pero hagamos historia: fue hermosa, fiel, fecunda; criada en cuna de oro por putativos padres labradores (la canastita donde la hallaron se deshacía bajo las rudas intemperancias irlandesas) la rubicunda fue educada, más que para secretaria, para esas alcurnias de princesa. Nada sabía hacer, ni por oficio ni por sabiduría ni, por motu proprio, obedecía. La expulsaron, los anglicanos, del convento; vivió (mal influenciada por la liga Espartaco) en comunidades anarquistas, pero no halló paz ni en Tolstoi ni en el zen ni en la efedrina. Joven aún aunque marchita el alma, erró por Moscú, por Mogador, por los arrabaleros bajos fondos de Tegucigalpa. Apalabrada por traficantes y proxenetas, entró en el cabaret y entró en el hampa, y fue cayendo más bajo en la espesura. Invadida de eccemas, de blenorragia endémica, de cataplasma en el antaño cutis, del heroinómano muladar en las encías, del amputar acéfalo del bronquio tosiendo tisis por esas intrauterinas callejuelas; de la celulitis -en suma- del derrumbe. Un trapo, un triste tango, una tarada entumecida en el tequila matutino y el adulterado Tofranil. Si el barón no la encuentra no se salva. Le extirparon, hasta arriba del codo, medio hígado. Estuvo en cama, en coma, en el San Juan de Dios lo necesario (digamos, doce meses) para que al fin respondiera por su nombre en español: María -las enfermeras le decían- y entonces se miraba en el espejo; Magdalena -le sentenciaba el fiscal en el oído- y sacaba la cabeza, como un perro, por la ventanilla del Renault. Fue, con el tiempo, recuperando la sonrisa y la caperuza tlaxcalteca le daba un aire de bailaora de flamenco, un halo de Verónica en su velo, unos dientecillos violáceos por el etanol pero conservando ese gesto de molar adolescente, de colmillo aniñado, de paladar con felpa o algo de garduña (pensemos, por ahora, en La mujer del armiño de Leonardo), de hipótesis de Venus con sus graciosas prótesis iluminando todo el Quatroccento. Daba -al verla- envidia. O daban unas ganas de abrazarla, de decirle: Hola, de demostrarle en vivo y en caliente el samovar del zar, la puesta (¡única!) de Sol sobre algún puerto, el verdadero silencio que no existe, o un árbol (sauce, álamo, ámense los unos a los otros) o una hamaca donde descansa un niño filipino sin pensar en Moisés o en Dios salve a la Reina. Pero el destino es uno y no hay remedio. Duró, la reconversión, lo que un ensueño; un memorable trip en los intestinales purgatorios. No pujaba. Nunca pudo pujar y cuando debía, no pujaba. Le tocó entonces de la sotana el látigo y de la siderurgia todo el hierro. Qué muchachita ésa. Hasta su Majestad tan Serenísima (después de todo, para todo hay límites) perdió postura ecuánime y ahora, mírenla en esa catacumba como muere; o renace tal vez, o desde ahí revena hacia otra vida: a Beatrice, a Mariana, a sintoísta Amaterasu fértil, a esa Guadalupe acuclillada engendrando –al igual que un volcán- candentes niños.




Esfera



Parece que fuera a estallar pero no estalla. Está debajo del agua, de un color anaranjado y, al tacto, se siente aterciopelado como la cabeza de un bebé o de un armiño. Se ubica a una profundidad considerable, a tres kilómetros de la costa sobre un banco de arrecifes que circunda el atolón coloreándolo como una acuarela de Odilon. Esférico, se diría un aeróstato si no se asemejase más a una gran pelota de básquet recubierta de líquenes. No, no va a estallar -les digo a los temerosos para que desactiven los arpones-, si lleva centurias o por lo menos décadas en esa posición de loto en inminencia, de embelesado Big Bang que a Dios espera, de maratonista (100 m planos) en el resbaladizo resquicio de la alberca (honda pero no olímpica) segundos antes del pitido del tren. Pero el que pita es el prefecto con la intención de hacer circular a los intrusos, aunque nadie se mueve. Las madres manotean el salvavidas pero se atrincheran en una resistencia civil que desmotiva al pelotón de artilleros acelerando la oxidación de la corveta. Terminan por irse. Queda sólo el cadete de la polaroid entreverado entre los turistas tunecinos. No va a estallar –tranquiliza a la tropa el vicecónsul pero supervisa el suceso por circuito cerrado y a distancia (vive, desde abril, en Nueva Delhi). A la mañana siguiente desembarcan del Jerusalén los nueve buzos con sonda y sandwiches y adoctrinados delfines antidoping. Zumba el tictac del estetoscopio en la superficie enrarecida mientras las multitudes le arrojan a la esfera serpentinas y ésta vira del naranja al amatista, pasando por el ópalo y opacándose definitivamente en antracita. Fotografían el globo por el lado oscuro y toman muestras de su vello para una prueba de cultivo. Mientras se dilucida o no se dilucida, avanza el cardumen (parece que son anchoas) burlando a las erizadas atarrayas. No va a estallar -repiten- pero vigilan de reojo con esa infantil curiosidad de a ver qué pasa, de olfatear el magneto, de si en una de esas alguien aprieta demasiado y cataplúm la borda, Krakatoa otra vez (como en 1883) en aquel calcáreo, enfurecido piélago. La gente quiere langosta, jinete, Apocalipsis; quieren del tigre la trapera zarpa sobre el domador desprevenido; quieren del áspid su Cleopatra herida, su glándula en el bebedizo de los Borgia, su remembranza de Judas en el beso. El suceso es mejor, el clímax en exceso, el nanosegundo de la orgía es preferible a la eterna ecuanimidad de menopausia. Claro que lo que quieren es que estalle. Por eso están, con todo el pororó de su pocilga, santiguándose en el penthouse de la catástrofe. Mórbidos por cohecho y movidos por ese ácido nucleico (ADN en la hélice), la marabunta se apelotona sobre el talud avituallada de catalejos y antibióticos. Pero no va a estallar, o si lo hace será cuando se duerman, se aburran, se sodomicen sobre el sodio, desconociéndose mejor en sus salivas. ¿Altruismo es o es egoísmo lo que tanto alebresta? Igual, si acaso estalla (es un decir) seguro que la mayoría ni se entera.   


 















Cosas



Se pierden las cosas. A veces, por inclinación, resbalan de la mano o de la mesa o se precipitan, solas, del brocal a la greda, de la geológica fisura a la condición de fósil en espera del milenario elfo o paleontólogo que la toque otra vez. Se desentienden de su función las cosas. Van perdiendo el respeto, las formas, las finuras, las tan originales maneras de pararse. Se quiebran y se rasgan, se cuartean al Sol hasta metamorfosearse en sustitutos, en sobrantes o escombros, o a veces en dioses de religiones incipientes. Mirarlas con calma, con cariño, combando el anular y el índice al acariciarles la pelusa o deslizarnos por la concavidad de su planicie como sobre una cuchara de laca elaborada en Tang. Observarlas en su movimiento, en su descanso, en su madurez, en la hermosura de su deterioro: un libro del siglo XVIII, una pipa, un juego de dados de marfil, una daga mozárabe, un papel doblado en una punta, una lámpara que disipó el temor en nuestra infancia, un reloj que perdimos, un par de zapatos de gamuza al borde de la cama deformados por la lluvia en esas calles que ya no recordamos claramente. Sopesar las cosas, deducir su materia, su densidad: ¿Es piedra o es esponja? ¿Es resina o acero? ¿Bambú o tezontle? ¿Es mármol o alquitrán entre los dedos? ¿Espesa la cosa o sedosa en su larga curvatura como un colmillo de animal? Olerla en la extensión de lo posible. Olfatearle la punta, los recodos. Tocarle con la lengua el frío del metal, el pasmo de sus pelos, la cálida veta maderada, y sentir su acidez o su salitre, su nogal o su plástico, su mimbre. Succionar sus salientes. Amasar, con cuidado, sus puntas y sus vértices hasta domarlas y asimilarlas al sensorial inventario de las yemas. Las cosas, en esos casos, comunican. Se dialoga en silencio y, en fraternal coloquio, nos dicen muy despacio lo que quieren y aquello que por su naturaleza lo rechazan. Cuando las cosas se pierden no es por un descuido sino por voluntarios abandonos. Nos abandonan ellas, nos castigan -aún por breves momentos o por años- con su ausencia, con su escondrijo inane, con su sólo aparente indiferencia. Verlas es ver el cisma, el temblor de la tierra en meteórico vientre, la sal de todo el Atacama en sus oasis, y auscultar Lascaux en la cibernética, la chispa primera de la piedra en la fisión de Nagasaki, y en la canica Andrómeda; himen las cosas. Pero imaginemos lo mejor: la residencia en ellas, la perfecta espacialidad de jardín zen que tan amigablemente nos exigen; la de morar, como moramos, con todas esas cosas, y aceptarlas al fin y -como por un golpe del instinto- darnos cuenta.   


















 

 

 

Hielo


   
Desplazarse por las palabras como sobre una superficie refractaria. Patinar sobre el lenguaje. Dibujar inconcebibles ideogramas dirigidos por el azar o el viento o la inclinación de la cabeza. Errar sobre la vocal hasta detenerse en el vértice de la A como sobre un iceberg, pero no por mucho tiempo. Descender a la velocidad de la luz (o del sonido) derrapando sobre lo boreal. Sin esa congelación, sin esa fragua fría no habría qué decir, cómo decirlo. Son necesarios grados bajo cero para que la palabra sostenga en su parábola a su iglú y adentro el salmón seco y la conservación de las especies. Motiva hipotensión pero evita derrames (al hielo, esquimales, lo que sea del hielo). La canícula en cambio afloja la argamasa y ceden las formas al desorden, a la excesiva y nociva inflorescencia, al dengue. (El microondas es un buen ejemplo: ablanda.) Qué mejor que una Ñ entre los hielos, enhiesta en su nasal sonido palatal, como ninguna. O el vocálico arco de la U como un imán que ulula. O la morosa M bilabial que en Roma vale mil. O la tan zigzagueante y fricativa S como una cascabel en (perdonen por el símil) su zumbido. O la T en catalepsia tan axial, perpendicular a toda danza. O la oceánica O que en oval perfección se acerca al cero, a la autarquía del huevo, al mudo grito de Munch –si seguimos así con los ejemplos. Pero no basta la intención del calcio ni la alveolar elegancia de la L para un desplazamiento a profundidad sobre la superficie. Es preciso intención, andar de un lado al otro erosionando, lijándolo -aunque duela- hasta el forúnculo, estirando el tambor -a riesgo que se rasgue- hasta sonsacarle de quien sabe dónde todo el chelo. Vamos a ver qué dicen (cincel en mano se pregunta el del martillo) y busca en el enfisema la fisura triscando ahí el oro de lo húmedo, las atigradas amatistas, el más nervoso tenorio de la voz. Pero más que Pavlova y que el rampante rap sobre el asfalto, falta un Aníbal avanzando, abecedario adentro, en su elefante. Un otro Thor sin miedo al crucifijo y que retiemble el orbe con su pedrada rúnica. Un sufí giro en la sintaxis. Siempre hace falta más de lo que piensan (y de lo que no piensan, ni se hable). Subir del brazo de Vallejo ¿adónde? ¿Bajar hacia qué páramo en busca de algún Pedro? ¿Releer, releer, releer hasta que el sentido aparezca como pedía Celan? ¿Asesinarse en Rodez con su zapato? ¿Dar un paso adelante y callar para siempre, siguiendo en su doctrina al de la antorcha? ¿Recoger con candor la compulsiva papiroflexia de Mabuse? ¿O ulular a la vera para no equivocarse o no mentir? ¿Te opaca la intención o intuyes algo? Derrapa, entonces, que entre cada diente quedan desconocidas nebulosas, fauna en su fiera y todavía no escritas algunas futuras, seguramente ilegibles, analectas.





















Ruidos


El ruido ese. Un crujido que va del paladar a la puerta cancel. Estirando la mano, podemos tocarlo en alguna de sus llegadas o partidas, en algún lomo, en cierto erizamiento. Viene (o va) acompañado por un viento, un sudor o sombra que moja (humedece más bien) la superficie. Si ponemos la mano, humedece la mano; si ponemos una silla o una botella, o un periódico abierto en la pagina de los crucigramas, humedece los crucigramas. No es un soplido: se parece a un soplido. No es un quejido porque aquí nadie se queja o seca sus lágrimas (¿adónde?). El ruido carece de primera persona, no es singular, desprovisto como está de pulmón. ¿Canta? (sería una hipótesis algo temeraria.) No, no canta. Decir que el ruido es cívico, valiente o ambarino, son cosas que no se pueden comprobar. Yo tenía un ruido que lo crié desde chiquito –decía la hermana de mi abuela. Gente de campo. Allí el tiempo es diferente; el ruido es diferente. Mi abuela, tan diferente a su hermana, jamás habría dicho lo mismo. O lo habría dicho de otra manera. Pero los ruidos no son hereditarios, salvo los del oído, los de la memoria, o el intraducible ruido del gameto. Parecido a una hélice de ventilador o de submarino que se acerca, se acerca, pero de pronto vira, dobla como atraído por un imán o Mesmer. Oírlo, establecer el diapasón en el ángulo correcto, desorbitar menos el ojo, es cosa de ejercicio y de paciencia: el ruido llega, se asoma por los intersticios del silencio como por un delicado encortinado y rasga el aire y fricciona igual que una gaviota o un obús. Holán, el ruido. No es imposible (tal vez en un comienzo sea difícil) acostumbrase a él, aclimatarse al acento de sus seseos incesantes. Dormirse arropado con el ruido como con una muñeca anoréxica y opaca, es una experiencia que nadie, en su sano juicio, debe desconocer. Conocí a una cantante que llevaba el ruido por dentro –dice un niño del público. Una cantante punk –agrega el padre de la criatura. Y nadie (sin ser Diógenes) lo duda. Hay ladrones de ruidos, hay falsificadores, asaltantes, testaferros, abogados, inversionistas y parteras del ruido. Rosacruces que rugen, linotipistas enamorados de un tictac, lugartenientes declarados traidores a la patria (o a la madre) porque abandonaron fragata y tripulación y compromisos conyugales (no digamos una carrera promisoria, 28 años, austrohúngaro), por un zumbido incierto. Apenas unos golpes en la nunca apresuradamente dados con el codo; un sampleado tronar de metatarsos amplificado por la fosa séptica; un ruidito de parpadeo de marmota en la profunda mitad de su letargo; una moneda que cae sobre el asfalto; un retintín, de pronto, en la sebácea; pinocha sobre el cinc; un roce, a medianoche, de dos muslos; el ruido de la gota siempre savia; la lentejuela contra el vademécum; las lanzas de aqueos y troyanos; el susurro de Julieta bilabial; aquellos que sólo el águila ve y el perro oye; el atonal del coito y del tifón; el chasquido del naipe; el zoom acústico cerrándose en el oso; el mar; lo resinoso de lo residual después de la tocata; el ruido del amor; el crac del muerto.     
        















Anomia



Cuando parece que todo va mejor, cuando finalmente la armonía impera y el mutuo entendimiento de las cosas, la sillita de mimbre bajo el porche (y el Porsche mismo, nuevo, asegurando rubias rubicundas, admiración mundial, dinero, fama); cuando recibimos suntuosas herencias de algún tío que vimos remotamente dos veces en la infancia, y el hambre en Namibia se reduce un 0.2 % y el hombre (o la mujer) planta el primer perejil que crece en tiempo record sobre Marte. Cuando parece impropia toda crítica y hasta el clima (Sol resplandeciente, sana brisa, temperatura promedio: 24°), la humedad y el camembert están en su mejor momento. Justo ahí, todo cambia: la copa que se vuelca sobre el alsaciano mantel, el líquido (Rioja 1986) que mancha la caoba, salpica el piano, despanzurra la talavera en querellantes añicos sobre el adormilado gato que, retráctil, brinca en ristre rasgando las cortinas, tumbando el candelabro (cinco encendidas de un total de siete) sobre la resina del bacín y el incendio en tropel, y los catorce pisos del hotel y Tout Paris ardiendo en comprensible desbandada hacia Samoa, hacia (con suerte y a nado) Mauritania, manoteando mínimas y prescindibles pertenencias (peinetas de carey, desodorantes, un Harry Potter con el separador en la pagina 229, un pañuelo andaluz, una sandalia, tres huevos para el viaje, una desvanecida fotografía de Boris Pasternak). Éxodo, penuria, la Bolsa que colapsa en Bonampak, barcos negreros de regreso al Congo, estornudos bubónicos, parálisis facial por vía urinaria, un masivo suicidio de pingüinos, sobreproducción patógena de leche (ya sea en bovinos, cerdos o caprinos), excoriación (¿estigmas?) en casi todos los recién nacidos, tuberculosis (Beijin) en los pandas. Y eso es poco si no sumamos las decapitaciones en cadena (320 mil en cuatro días), el bracito achicharrado en el volcán, el carnívoro loto en la entrepierna, la teledetección del mono araña inundando -al sur de Carolina- los graneros. Cosas que no se concebían desde Juan, o desde Gargantúa, o -por lo menos- desde aquellos inconvenientes de Pompeya. Pero están los que danzan, los que hablan de las intrínsecas contradicciones del liberalismo, los saciados que piden hacia el cielo indigencia; están las hordas de mandriles descerrajando graffiti sobre el Louvre, sobre el Palacio de Invierno, soberanamente protegidos por las nuevas autoridades eclesiásticas. ¡Niños, miren hacia el futuro! ¡Nómadas, regresen a sus jaulas! –pero nadie escucha a la maestra porque los niños, los nómadas, las diputadas feministas relajan sus musculaturas sobre las azoteas o se acoplan, untuosos, en los sótanos con una ferocidad, una dulzura, un mal olor por el encierro, que hace pensar que la victoria es nuestra, que el orden y el desorden son nociones relativamente recientes en la evolución -innegable, por otra parte- de las sociedades preindustriales.       


















 

Juego



Acá la tumba, allá la sillita de parto. Entre una y otra se alza la mesa de billar. Tres jugadores juegan a golpear la bola del contrario (incluso coterráneo, uno se llama Hans) e introducirla, de la manera más impactante o más eficaz posible (según el carácter) en el hoyo excavado ex profeso. El hoyo mide un poco menos que el diámetro total de la bola, lo cual dificulta su inserción a no ser que esté debidamente lubricada. La lubricación es difícil y costosa, exige la participación de especialistas y, muchas veces, algún permiso apócrifo de las autoridades sanitarias (químico con diploma). Las bolas son de marfil. El marfil está prohibido en el reglamento desde la extinción de los elefantes, pero el juego no se puede acabar porque se hayan acabado los elefantes, el juego es la mayor demostración de superioridad o, al menos, de resistencia de la especie sapiens ante la barbarie de otras subespecies mamíferas o simplemente succionadoras, como el piojo (“El elefante se deja acariciar, el piojo, no” –decía aquel montevideano, y lo decía porque lo sabía). La bola (cueste y caiga quien caiga) debe ser lubricada. Cada jugador invierte esfuerzo, denuedo, disciplina (y algunas hipotecas familiares) para familiarizarse con los jueces, tutear en la trastienda a los botánicos, hacerle un pequeño favor a la hija del talabartero, traducir a Penrose (teoría de los hoyos negros) al catalán, de noche (derechos reservados), olisqueando las caries de la abuela que -a pesar de la mampara- inunda el ofertorio; trascribiendo en el bloc biodegradable con minúscula letra tipo Arial para economizar el aceite del quinqué y la automática activación de las alarmas. El juego no es un juego, la kermesse es heroica. El 98% se compone de sauna, de estrategia, de un descartarse en póquer a distancia, de insulina; el resto (o la mitad del resto) es adecuada alineación de astros, es -bajo la lluvia- padrenuestro, es tener la suerte o la desgracia de vencer o morir en la contienda. De la sillita, se enteran cuando pierden.































Boca          

Esta boca es mía. La cierro. La abro. La recojo en su centro para silbar. La estiro en risotada más allá de sus comisuras, de sus márgenes. La frunzo como si fuera un esfínter. La toco con la punta del dedo, del pincel, del acuciante tenedor, del vaso, copa. La muestro en público. La cubro con el burka, con la mantilla valenciana, con el abanico del kabuki. La mojo por dentro y por fuera (lingua en latín) y su cavidad se llena de saliva en la medida que sea necesario. La abro para comer. La cierro para recibir otros nutrientes. La cierro para dormir (se abre). La abro para decir cualquier cosa (importante, inútil). La cierro para no decir (nada). La coso con hilo encerado del que se usa para atar el matambre y mando el video (silente) a la Bienal. La uso para besar a otros individuos de la misma especie, así como a perros, gatos, caballos, conejos, ovejas esquiladas, crías de mono (suborden simios), koalas en su hábitat, ratoncitos de monte, mantas (parecidas a las rayas), pájaros aulladores (cuidado con el pico) y, en general, herbívoros. La guardo, si salgo de viaje a un país extranjero, hasta pasado meridiano. La pongo en un estuche a temperatura razonable (que no le pegue el Sol de lleno); puedo usar uno para los lentes (tengo tres) o un estuche para alhajas, aunque no tengo ningún estuche para alhajas.1 Puedo quedarme tranquila en la alcoba hasta que comiencen los juegos pirotécnicos, luego, con desgana, asomarme al balcón; o puedo quedarme tranquilo en mi consultorio (se cree dentista ahora) viendo una película donde aparece Antonin Artaud haciendo el papel de confesor. Esta boca es mía. Si como chocolates con saborizante artificial ¿mi boca percibe el artificio? Si no lo percibe ¿quiere decir que no es mi boca? Tales preguntas tienen más de 4 000 años, desde los vedas, o por lo menos desde los mayas. Abro la boca para vomitar. No es agradable, pero abro la boca cuando el organismo está químicamente intoxicado por el alcohol o por el róbalo. La boca se llena de jugo gástrico -de ahí esa lucidez en lo ácido-, la arcada me dobla en arco sobre el embaldosado y salta el atún, salta la liebre escabechada con el raticida del convento (dolo del ciego), salta, por la boca, casi todo Burdeos con catedral y ducado de Aquitania, y salta (sin cambio de escenario) Burgos y su cordillera cantábrica, y del Duero su oporto, su fabada directa al inflamado colon, su espeso Guadalquivir oleaginoso, y es de imaginarse tal desastre en la mezcolanza, tamaña deshidratación bucofaríngea que si esta boca es mía (todavía) ya no dirá aleluya y ya ni pío.






















Ováricos, febriles



Están los animales de los ovarios y los animales de la fiebre.1 Los grandes vertebrados son ováricos, los grandes invertebrados, febriles. El escarabajo estercolero es una mezcla de ambos. El caballo, sobre todo en estado salvaje (potro), es eminentemente febril. La mosca, ovárica. El ciempiés, el gorgojo visto de frente, el pecarí de collar, el nautilo y la morsa, son febriles. La gallina2 (hembra del gallo) cuando clueca, febril; cuando cacarea, ovárica. El tigre es tigre aquí y en cualquier parte. La jirafa, el tiburón azul (llamado tintorera), el manatí, la bacteria (Helicobacter pylori), el tatú y el koala, son febriles. La vaca casera, el petirrojo, el panda, el lirón enano (hiberna enrollado), la llama quechua, el topo, el pequeño rinoceronte de Sumatra que barrita,3 el águila -sólo cuando duerme- (pero ¿quién ha visto un águila dormida?), el fox-terrier, entre otros, son ováricos. Los febriles atacan por la espalda. Son carniceros casi siempre, inclinados a lo proteico (tofu o tocino les da lo mismo), al buen yantar en casa ajena después del sorpresivo zarpazo a la alacena. Famosos -como el mandril- por familiares, los afiebrados danzan doce meses con sus crías a cuestas en las inmediaciones de las farmacias, los moteles, la Tate Gallery, y algunas abandonadas ferrovías. Regurgitan la presa y la mastican hasta con ella hacer un bolo alimenticio que introducen, a veces a la fuerza o con el pico, en los descendientes orificios. La crías se acatarran, escupen todo, pero siempre algo llega de esos repugnantes amasijos hasta las vellosidades del esófago. Por el contrario, aplacados por una estoica ataraxia, los ováricos migran sin moverse, ayunan en sus cubículos, desérticos de espasmo, controlando la respiración y el intestino se peinan a la sombra de algún ceibo, se sonsacan la cera, inspeccionan inútiles prospectos con gotero incluido, aman a sus hembras con una delicadeza que parece de ámbar. Pero esta taxonómica diferenciación no es, ni por asomo, en absoluto pura. Venturosamente hoy hay más híbridos de los que pudo inventar el barón Humboldt. Se clonan las sanguijuelas con los patos, la esponja con el oso, las manadas de moscas con la nutria, el mastodonte con el escorpión, el plumado quetzal con el lampiño hipopótamo ungulado. Los diccionarios ilustrados lanzan millonarias ediciones agregando colofones, índices, fe de erratas, imprescindibles apéndices con las siempre incompletas novedades de: moluscos, mamíferos, palmípedos, celentéreos, coleópteros, crustáceos, equinodermos, dípteros y feculencias varias. Ováricos y febriles al fin se trenzan en una fecundación cromosómica enroscada en doble hélice (aquello que los antiguos llamaban ADN) que asegura, sino la perpetuidad del mestizaje, la sospechosa ovación de algunos fervorosos descendientes.     










 

 

 

Omiso



¡No lo hagas! –le dijo una voz proveniente de los más altos riscos o de los abisales mantos freáticos. Pero, en el momento menos pensado, sí lo hizo. ¡No abras! –le rogaron. Entonces esperó al crepúsculo y abrió –de ahí las irreparables consecuencias. ¡No sacudas el tubo! –dicho y hecho, lo sacudió tanto, a contraluz, que hoy la nube se capta desde lejos y el genio de Aldino hasta en los árboles. ¡Nonato, quédate! –le dijo la tía apuntando al útero con el Kalashnikov (AK-47) en el más emotivo instante de la puja. Pero, se sabe, oído sordo (nació con el caracol adulterado), derrame placentario, tamaña patada de la partera para que despierte (le voló el esternón) y chocolate con bicarbonato porque leche no había. Entonces, claro, así bien se comprende. Pero cuando le dijeron: Si creces sudarás –creció de golpe un día, creyendo sudar menos tocó el techo con la depilada coronilla (se hizo bonzo [jap. bózu] desde los reglamentarios doce años) y desde entonces ayuna (o sólo sémola) para ya no sudar. Después los años púberes, la siempre conflictiva adolescencia: Vivaldi, The Mamas and the Papas, Paolo Veronese tatuado en la entrepierna, un chip de Schubert colgando de la amígdala, didgeridoo en el Ipod, casaca de coronel soviético comprada (una ganga) en Bucarest. No se adaptaba. Parecía, por momentos, que se adaptaba, pero no se adaptaba. Cuando lo llamaron a filas (Guerra de los Acueductos, 2030-2036) fue, pero no fue suficiente ni para él ni para la Sociedad de Naciones Exquisitas (por sus siglas: SNE), ni mucho menos para la futura descendencia. Le dijeron que disparara, que apretara el magneto de su láser, que triturara la pandemia con el correctivo antiviral (última generación de obús biológico) y no dijo ni que sí ni que no –con el enemigo a medio metro (o a medio día en metro, según versiones más confiables). Un forúnculo el tipo, un advenedizo sedicioso, o espía tal vez de Sirio (no se supo). Le podrían haber aplicado la pena máxima: ejecución por agua (él mismo la pidió), pero se la conmutaron al ver que, cuanto menos respiraba, más vivía. Se exilió en las Ardenas para huir del fisco hasta que el rey de Bélgica le pidió que declarara su patrimonio. No declaró. Desertó del Benelux como había desertado -tantas veces- de las salas de operaciones, de los cursos intensivos, de los supositorios, del dragado en el Canal de la Mancha, de la comida taiwanesa, de las 14 sinagogas donde ejerció oscuros oficios, de la guerra (véase más arriba) y de la paz, de los hemistiquios o sunamis, de la conducta en los velorios, del abecedario colectivo, de la pana y del Papa, de la música dodecafónica, de Dios deducido en la teología de la circunferencia, del lavaje intestinal con un catéter, de Pavarotti, de los ambientes inadecuados para un buen cuidado de la piel. ¡No te entrometas! –le espetó en plena cara el acalorado abogado acusador. Entonces sacó debajo de la gabardina la trompeta: un solo de 60 segundos sobre el oído del auditorio fue más que suficiente. Voló la cristalería del bargueño y los veteados nácares, la silla estilo imperio despostillándose, astillándose, estallándose en la caoba de Versace. ¡No toque! –le gritaban. Pero tocó Rhapsody in Blue, de Gershwin, siete veces, sin atril ni solfeo, sin metrónomo, cincelando en el aire la más perfecta y bella abreviatura con un lentísimo a seis manos ejecutado in situ sobre las azoteas de los rascacielos. Memorable es poco. Le dijeron que se quedara. ¡Quédate! –le dijeron. Pero no se sabe si bien la Patagonia o si bien fue de Sirio -u otro estado mental de la materia-, o al fin una comunión entre la imperecedera pregunta y la insuficiente verosimilitud de la respuesta. Sea como sea, si descontamos el patatús del golpe, salió del todo ileso el tan omiso.              

 




 

 

Querer



Una misa de Messiaen no era suficiente. Quería más caldo, mascabado en los dientes, teriyaki1 en coñac hasta los bordes, gladiolos en la mesa. Quería toda Asia y toda América en las manos del Congo. Quería un criado serbio que hiciera con las migas La Opera de París en miniatura. No bastaba un Réquiem susurrado al oído (cierta sordera le impedía los coros), un Aleluya de Haendel en el software, una casa en el campo como de Elis Regina2 o en todo caso Ohio. No era suficiente semejante nodriza con ese par de ubres abiertas al deseo abalanzándose como una de esas rollizas de Rubens sobre la tan delicada balalaica. Pedía, el lascivo, más; quería lo otro, lo primitivamente imperdonable, lo peligroso eyecto en grados Fahrenheit, lo tan al fondo fáustico: del cardamomo toda su toxina y, susceptible a enloquecer, el lodazal del mambo; la cirugía en hábeas corpus abierta hasta la ingle (si se fijan en eso blancuzco es el tendón) dilatándose debajo de los reflectores hasta pasada nativitas. Quería acoplarse hasta vencer al toro, toquetearle los élitros en una bravuconada de alcancía, de barquito infantil (Pravda News) sobre el Danubio, de papiroflexia maoísta para asustar en su bambú a los tigres; de extremadamente hollywoodenses endodoncias. Pero qué codiciosa es la avaricia. Nada le fue quitado porque nada -o casi nada- nunca, le fue dado. Soñó, en su cuchitril, dominar más imperios que Alejandro, más vírgenes desflorar que Casanova, más panes y más peces, más micofobia aún que en Hiroshima y menos miedo hebreo a ese gran dios. De todo lo que tuvo obtuvo poco: Knorr Suiza en cubos biodegradables, pantaletas vacías, apócrifos Uccelos fotostáticos, almíbar de almidón para los nervios, una tacita de porcelana de Sevres con el escudo de armas que dejó abandonada en el jardín una mochilera paraguaya, tres tomos en rústica de la Divina Comedia vertida (se sospecha) al swahili, unas botellas (once ya vacías) de Anís el Mono, matasellos, tuercas, bulones oxidados inservibles, asma o peor, o pánica agorafobia contra el vidrio, o flatulencia o fósforo en la antaño llamada glándula pineal. Qué desastrada masa (porque del hombre apenas el biscocho) queda depuesta ahí en la mecedora, ni del todo muerto (parece) ni muy vivo. Abombado en su hamaca y tanteando, en tanta oscuridad, la zapatilla. Sin Nosferatu, sin Mefistófeles, sin pacto alguno, desmoronándose remolón sobre eso que le queda de sí mismo.              




















Pacifista



Ahora soy yo otra vez quien limpia el arma. Afino el tamborcito, rectifico el carrizo del cañón, diluyo en la melaza la dum dum1 hasta que sepa -en lo posible- a salvia. Nadie está a salvo en casa, nada seguro: si la puerta se abre activa alarmas; si entromete la mano  asalta el can; si se estornuda llueve contra incendio. El circuito cerrado genera adicción y psicodependencia, insomnio y paulatinos trastornos en el habla, pero es imprescindible para una relativa calma en el hogar. Las torretas, las electrificadas concertinas y el tan elemental control de acceso, ayudan (aunque no hay que fiarse en estos tiempos) a mantener a raya sospechosos, vendedores de miel a domicilio, narcomenudistas e indigentes. Amo la seguridad y amo el orden. Amo a Gabriela (inflable) al pie del lecho, estirada y sumisa en su misión. Amo la literatura edificante (Mein Kampf) y los paseos nocturnos por la piscina congelada con el pasamontañas, con el dogo. Cave canem,2 hice inscribir en bronce delante de la puerta como en Pompeya hacían los gentiles. Desde ese día nadie me molesta. De alimentos, sólo lo necesario para no aligerar en demasía el vientre: bacalao de Finlandia, zanahoria en conserva, higos glaseados secos, tisanas para el hígado y el resto todo es teledirigido. Una tarea ingrata pero necesaria: la indiscriminada caza de la nutria. Se meten por las tejas, cavan túneles, escarban en los azucareros hasta el fondo, mordisquean el cableado subcutáneo desaliñando la señal (¡y tengo en el predio once parabólicas!), inflaman con sus hocicos la polenta pisoteando las flores de artificio. Soy –y no soy quien lo dice- un pacifista convencido, un adicto de Gandhi, un fervoroso creyente en las mejillas. Pero ni el control de plagas ni los prospectos fitosanitarios funcionan, en este país, como es debido. Lanzallamas entonces, dum dum (ahora se explica) deslizadas por las cornisas y los caños de la calefacción (allí se esconden) hasta arrasar -por efecto racimo- con su prole. Esto es defensa propia: o yo, o ellas, ¿oyen bien lo que digo? ¿Sabe, la autoridad, con quien se mete? La verdadera autoridad se llama Browning, se llama Pietro Beretta 9 mm, Remington o Mágnum, se llama Túpolev, Smith & Wesson, Sukhoi, Sherman DD, Panzker se llama, o Mirages, Antonov, Piercing, Apache, Mig 35 supersónico se llama, M48 Patton, cohete Katiusha o Colt 45, Little Boy se llama en Hiroshima, Fat Man en Nagasaki, piedra, puñal, quijada en cualquier parte. ¿Me entienden los que tocan a la puerta? ¿Los independentistas musulmanes o los afeminados del País Vasco? ¿Los asesinos del Cid? ¿Los rosacruces? ¿Los coleccionistas de la cólera, me entienden? Cuando yo alzo la voz ni Maiakovski ladra. Munición hay de sobra y si se acaba, con la última bala que me quede afilaré en la tráquea los cuchillos.        



1 La trepanación se practicó en las culturas precolombinas con fines terapéuticos –fracturas, epilepsias, cefaleas vasculares y las relacionadas con deformaciones intencionales del cráneo- y rituales. Se usaban cuchillos de obsidiana con mango de madera para trepanar. Se han encontrado craneoplastias de oro y plata desde épocas de la civilización de Tiwanaku (1500 a. C. a 1200 d. C.)
2 Frente a una larga playa en el océano Pacífico están las pirámides de Bandurria, construidas hace casi 5 mil años.  Coordenadas: 8´762 625 N / 217 829 E
3 “A unos trescientos o cuatrocientos metros de la pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos y dije en voz baja: estoy modificando el Sahara.” Jorge Luis Borges.
1 Se trata del damaru, el tambor que sostiene Shiva en una de sus cuatro manos. Su sonido da origen a la palabra universal.  
2 Ceniza sagrada compuesta por excremento de vaca lechera, miel, manteca, leche y maderas.
 Es tradición que en el templo del Ashram, así como en los Centros Sri Premananda del mundo, haya una silla simbólica reservada para Swami, en la que también se coloca su fotografía. La que había por entonces en el Ashram era del rostro de Swami, incluyendo una parte del pecho. El tamaño de la fotografía era de aproximadamente 70 cm de alto por 50 cm de ancho.
Justamente en la fotografía de Swami, a la altura de su frente, la devota notó algo así como una mancha grisácea. Avisó a otros devotos y al acercarse comprobaron que espontáneamente estaba fluyendo vibhuti de la foto de Premananda. Luego, uno a uno, nos fuimos acercando a la imagen y comprobamos empíricamente que era verdad. El vibhuti siempre fluyó desde el mismo punto de la fotografía. Al principio se trataba sólo de una mancha, pero después de una hora había una gran cantidad de vibhuti cubriendo la foto y también cayendo sobre la silla donde se encontraba apoyada.
El vibhuti continuó saliendo por un par de horas y luego se detuvo.
La ceniza sagrada resultante se empaquetó y se envío más tarde a todos los Centros Sri Premananda del mundo. (Ver, más abajo, fotografía de Swami Premananda exhalando vibhuti)

3 Ella practicaba el tantra de la mano izquierda.
4 Ver: De rerum natura.
1 Ver: Gödel, Escher, Bach: un Eterno y Grácil Bucle. Douglas R. Hofstaldter.
1 “Leyendo su revista nos han entrado náuseas... por mi parte, siento vergüenza y asco de ser la madre de semejante granuja.” Palabras atribuidas a la progenitora de Arthur Cravan. 
2 La reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, de Velázquez. Museo del Prado, Madrid.
1 Él paseó, y cuando dijo que le pesaban las piernas, se tendió boca arriba, pues así se lo había aconsejado el individuo. Y al mismo tiempo el que le había dado el veneno lo examinaba cogiéndole de rato en rato los pies y las piernas, y luego, apretándole con fuerza el pie, le preguntó si lo sentía, y él dijo que no. Y después de esto hizo lo mismo con sus pantorrillas, y ascendiendo de este modo nos dijo que se iba quedando frío y rígido. Mientras lo tanteaba nos dijo que, cuando eso le llegara al corazón, entonces se extinguiría.
Ya estaba casi fría la zona del vientre, cuando descubriéndose, pues se había tapado, nos dijo, y fue lo último que habló:
—Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.
—Así se hará, dijo Critón. Mira si quieres algo más.
Pero a esta pregunta ya no respondió, sino que al poco rato tuvo un estremecimiento, y el hombre lo descubrió, y él tenía rígida la mirada. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos. Fedón.

2 Entonces se arrodilló en posición vertical (en las ejecuciones al estilo francés, con una espada, no había ningún bloque para apoyar la cabeza). Su oración final consistió en repetir, «a Jesucristo encomiendo mi alma; el Señor Jesús recibe mi alma.» Sus damas quitaron el tocado y ataron una venda sobre sus ojos. La ejecución fue rápida, consistente en un solo golpe: según la leyenda, el esgrimidor fue tan considerado con Ana que dijo, «¿Dónde está mi espada?» y luego la degolló, para que ella pensara que tenía todavía unos momentos más de vida y no supiera que la espada estaba en camino.

3 El pájaro tralalí habita en el Canto IV de Altazor.
1 El pájaro tralalí -del cual ya hemos hablado en nota anterior- fue, según Vicente Huidobro, quien encontró la clave del eterfinifrete.
2 "La fluoración del agua es el mayor caso de fraude científico promovido por el gobierno, soportado por los contribuyentes, ayudado e instigado por la American Dental Association (ADA) y AMA, en la historia del planeta", David Kennedy, Presidente de la Academia Internacional de Medicina Oral y Toxicología.

1 Un haz de luz coherente.
1 “La forma sigue a la función”, Walter Gropius.
2 Ver: Historia Animalium, de Aristóteles.
1 No confundir con óbolo.
1 Para mayor información escribir a signoratittaoleodioliva@gmail.com


1 “¡Oh, Profeta! Dile a tus mujeres, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se cubran con sus mantos; es mejor para que se las reconozca y no sean molestadas. Alá es Absolvedor, Misericordioso.” Sura 33, Aleya 59. Sagrado Corán.

2 “Pequeños y toscos, imberbes como eunucos, con unas caras horribles en las que apenas pueden reconocerse los rasgos humanos. Diríase que más que hombres son bestias que caminan sobre dos patas. Llevan una casaca de tela forrada con piel de gato salvaje y pieles de cabra alrededor de las piernas. Y parecen pegados a sus caballos. Sobre ellos comen, beben, duermen reclinados en las crines, tratan sus asuntos y emprenden sus deliberaciones. Y hasta cocinan en esa posición, porque en vez de cocer la carne con que se alimentan, se limitan a entibiarla manteniéndola entre la grupa del caballo y sus propios muslos. No cultivan el campo ni conocen la casa. Descabalgan solo para ir al encuentro de sus mujeres y de sus niños, que siguen en carros su errabunda existencia de devastadores.” Amiano Marcelino, oficial del ejército romano.
3 Ver foto satelital de El Muro de las Lamentaciones.
4 Gandhi dijo: “se deben masticar las bebidas y se deben beber los alimentos.”
1 Desde la caída del zar Nicolás II -canonizado por la iglesia ortodoxa en 2000- no tiene alhajas, pero sí tiene samovar.
1La fiévre fit plus d’animaux que les ovaires n’en firent jamais.” Henri Michaux. Plume.        Gallimard, 1963.

2(“la gallina cacarea y, cuando está clueca, cloquea”) El Pequeño Larousse Ilustrado    2003. Sección G, pag. 475.

3Barritar v.intr. Emitir el elefante o el rinoceronte su voz característica.




1Teriyaki, salsa.
1)       Poner en una olla la salsa de soya, el mirin (vino de arroz dulce), el sake y el azúcar.
2)       Dejar hervir durante dos minutos.
3)   Si no se dispone de mirin (ya que no es fácil conseguirlo) se puede sustituir por vino blanco dulce. Esta salsa va muy bien con pescado  (pez espada) o carne (pollo).

2Elis Regina Carvalho Costa (1945-1982). La mejor cantante brasileña, según sus propias palabras. Murió por una sobredosis de drogas, tranquilizantes y alcohol a los 36 años.

1 dum dum: son balas con uno o varios cortes en la envuelta cerca de la punta. Al golpear contra el blanco explotan y se abren en esquirlas. Se inventaron en el arsenal inglés de Dum-Dum, en la India, a finales del S. XIX y fueron prohibidas por la convención de Ginebra. Se usan en la caza así como para matar brasileños en el metro de Londres.

2 Cave canem lat. Cuidado con el perro.

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