2.12.10

“Qué nada toco en todo” o ¿Quién dijo eso?, por Eduardo Jorge

Víctor Sosa (Uruguay, 1956) es un escritor que hace de la literatura un lugar de musicalidades distintas, como un músico que se sale del universo de partituras ya constituido para concentrarse en el cuerpo del instrumento musical y que, de esa relación, extrae un sonido que surge en la pausa y en la fricción entre los dos cuerpos –el del poeta y el del instrumento.
Cabe resaltar que en su musicalidad Víctor Sosa tiene un contacto directo con la literatura brasileña, sea en la lectura de sus contemporáneos o en el hecho de traducir a poetas canónicos y postcanónicos. Así, establecer un diálogo dentro de la literatura de América Latina, parece necesitar de dos movimientos. Recordar la diferencia. Olvidar la diferencia. Recordar porque, en la evidencia de distintas lenguas, es necesario pensar en la traducción. Olvidar porque, una vez dentro del proceso de traducción, el diálogo, incluso creado a partir de la diferencia, no involucra la diferencia simplemente como contenido, sino desde una conversación establecida a partir de un pensamiento.
Por eso, el título de este texto es un verso no traducido dentro de la obra. Porque ese verso utilizado por Víctor Sosa contiene esos dos principios de una conversación en torno a la traducción. “Qué nada toco en todo”. “Quién dijo eso, eh?” –Ella pregunta. Él le dice que fue un poeta. “”¿Portugués?” –Ella interroga. “No” –dice Él- “creo que argentino”. Ella continúa: “¿Y no es lo mismo?” Así, ese fragmento que está en El principio de eternidad, de Sosa, trata de una cuestión estético-política en la producción de poesía contemporánea. El “¿Quién dijo eso?”, en la voz del personaje Ella, es una situación de búsqueda de dueño para una voz, de búsqueda de un autor. Es otro caso de ese “saber quién dice” –existe un verdadero síntoma arraigado en la cultura brasileña- y es otro trazo importante desde donde pensar la traducción, más precisamente, la imposición de una voz, de un tono. La diferencia, entonces, tiene como mínimo dos variantes. La diferencia social que exige un tratamiento diferenciado de acuerdo con quién se habla. Y la diferencia fundamental para la poesía, la diferencia que la traducción no consigue apagar, rasurar o esconder. Como dice el personaje Él: “No, no es lo mismo”. La lectura de América Latina como bloque es una lectura peligrosa, que unifica lo que posee naturaleza diversa, musicalidades distintas. Por eso, no es lo mismo que un poeta escriba en lengua portuguesa o en lengua española, sólo por estar situado en una misma latitud. Por lo tanto, la traducción entre escritores situados en América Latina se torna interesante no sólo como discurso político o que segregue una literatura latina producida en diversos países. Porque la poesía, incluso siendo un lugar de la diferencia y donde el poeta es aquel que habla, no establece una relación basada en la autoridad.
Para traer todavía otro poema (del poeta en cuestión, discutido entre Él y Ella -¿portugués o argentino?) llamado “El puro no”:

El no
el no inóvulo
el no nonato
el noo
el no poslodocosmos de impuros
ceros noes que noan noan noan
y nooan
y plurimono noan al morbo amorfo noo
no démono
no deo
sin sons ni sexo ni órbita
el yerto inóseo noo en uníoslo amódulo
sin poros ya sin nódulo
ni yo ni fosa ni hoyo
el macro no ni polvo
el no más nada todo
el puro no
sin no.

El no que Él entona al responderle a Ella sólo puede ser el puro no. Un macro no sin polvo. No sin polvo. Con el polvo con el cual es hecha toda poesía, sea aquí en Brasil, en México o en el desierto de Neguev, de un autor sin autoridad. Y por eso, en la literatura, la pregunta, ¿sabes con quién estás hablando?, se vacía por más que intenten buscar algo dentro de ella. Es el puro no, porque escribir un poema ya es una negación. Una negación señalada por Dante: Lasciate ogni speranza, voi che entrate.
En el recorrido de las paginas de Víctor Sosa, además de los personajes Él y Ella, existe el otro. El Otro o el Toro –un verdadero anagrama para el “otro”. La presencia de un animal de dominio lunar en el poema dramático lleva al lector más allá del anagrama, pues establece y diseña en el poema los ciclos de muerte y renacimiento, la superación de pares opuestos y toda la dualidad en busca de un principio de eternidad. Ahora, Sosa sabe que la condición de animal es la condición de otro. tal como afirmó Lineo, uno de los precursores de lo que conocemos como taxonomía moderna, el hombre es el animal que tiene que reconocerse humano para serlo. El lugar del otro, por tanto, no cabe sólo al animal, también a lo que el propio hombre excluye de la humanidad, como el loco, el homosexual –como sucedió también con los judíos y otros seres humanos que fueron y son perseguidos y/o que vivieron en estado de confinamiento, como ya señaló el estudio de Armelle Le Bras-Chopard, Le zoo des philosophes, y las reflexiones de Jacques Derrida, en L’Animal que donc je suis. (À suivre).
Sosa, conciente de que la fábula es también otra forma de explorar a los animales – en el plano estético -, trae el Otro (o el Toro) no como una situación que ilustre algo de lo humano, más bien como escritor que entra en devenir con ese Otro, el animal. El autor viste la piel del Otro (o el Toro) y, al emitir la voz de ese personaje, se torna cuadrúpedo, con cuernos, toma forma en la escritura con ese cuerpo. Como si, dentro de una corrida, Sosa optase por la parte de la bestia, colocando en su literatura la punta del cuerno, la amenaza y una comunión futura con la muerte, recordada por Michel Leiris –sea en la estocada, sea en el golpe certero y sin logos de un animal en furia.
Al mismo tiempo que Víctor Sosa lidia con esos cuerpos al componer El principio de eternidad, toca en la dimensión del mito. El mito, en la observación de Carlo Guinzburg, en Ojos de madera, es, por definición, un cuento que ya fue contado, un cuento que se conoce. Entonces, en la dinámica de la obra, con Él, Ella y el Otro (o el Toro), tenemos un ambiente que ya nos fue presentado por la propia historia de la humanidad. Un ambiente cuyas palabras-llave están en el recorrido del texto, tales como dédalo, laberinto, eterna juventud, un ser taurino que remite al minotauro y así sucesivamente. Sosa se mueve con la fuerza del mito y elabora un poema dramático (en un acto) cuyo lenguaje entra en escena junto con todas las tentativas de clasificación y organización. Las palabras, como materia de construcción de esa narrativa, son frágiles, y hay momentos en que los propios personajes necesitan recurrir al diccionario porque, en cualquier momento, dentro de la noche de esta escritura, puede darse un enmudecimiento que suspenda la literatura. Todo eso sucede dentro de una zona tenue de buen humor, artificio de construcción y un assemblage con un vasto material de las ruinas de la cultura del propio hombre.
Sosa resume así el gesto dramático en tres personajes, Él, Ella, Otro. esa síntesis dramatúrgica concentra la tensión, dentro de todo ese contexto, a la experiencia humana como algo que siempre está propenso a fallar. La tensión es dual ya que generalmente se establecen dos caminos, dos manos, o bien, el mal, el cielo, el infierno, a la izquierda, a la derecha, encima, abajo, y así sucesivamente -¿hasta la Eternidad?. La búsqueda que motiva a Él y Ella a errar por una tierra tan inhóspita, donde vive el Otro (o el Toro) es un motivo musical y nada racional. “Se que existe porque lo soñé”, repite Ella con cierta frecuencia. Nuevamente recurriendo a Ginzburg, cuando anota que San Agustín había comparado la belleza del curso de los acontecimientos humanos a una melodía basada en una armoniosa variedad de sonidos. Pero, tal vez, esa variación sea de una sola nota, como en la referencia oriental. O incluso, valiéndonos anacrónicamente de las voces presentes en la musicalidad de Sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, “estoy dotado de un oído razonablemente musical. Que venga, entonces, el bombo y los martillos” y “¡Música, hola! ¡Para encantar el sueño! (Música).” Todo esto cabe en la floresta densa del lenguaje de Sosa. Finalmente, la relación triádica con deja de explotar determinado erotismo. De alimentar una cierta tensión. Georges Batalle, en El erotismo (1982), trata sobre la poesía como una forma erótica y concluye con Arthur Rimbaud, cuyo epígrafe estuvo muy bien escogido por Sosa, aproximando poesía y eternidad: “La poesía conduce, como toda forma de erotismo, al mismo punto; conduce a la indistinción, a la fusión de los objetos distintos. Ella nos conduce a la eternidad, a la muerte, a la continuidad: la poesía es L’eternité. C’est la mer allée avec le soleil.”

(Amanece).

Eduardo Jorge
Belo Horizonte, febrero de 2009.
(Traducción de posfacio: Eduardo Jorge)

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